Desde hace mucho tiempo se ha dicho que nuestra sociedad ha sucumbido al nihilismo, que ya todo vale, que todo está permitido, pero en sentido estricto en realidad ello no es tan así. Sí así fuera, nuestras sociedades ya se habrían resquebrajado desde hace tiempo; pero, a pesar de todo, se mantienen en pie. Una conclusión así podría hacer un poco de más sentido para hablar de aquella rebeldía de los años 60 y 70 del sexo, drogas y rock & and roll, pero lo que estamos viendo hoy no es necesariamente una suerte de degeneración sino más bien la consolidación de una transición de entender la moral desde la lógica del deber hacia la lógica de los derechos en aras de buscar un marco ético y moral que funcione dentro de una sociedad líquida, capitalista y posmoderna con narrativas fragmentadas. En esa etapa de rebeldía de los años 60 y 70 el individuo buscó liberarse de las normas, los tabúes y los deberes. Lo que hoy ocurre parecería ir un poco en sentido opuesto: no se trata de un retorno a la sociedad del deber, sino la búsqueda de una estructura que satisfaga a una sociedad ya «liberalizada», que le dote de un cierto orden y la mantenga en pie.
La sociedad del deber, como le llama Lipovetsky, fue promovida dentro de las sociedades modernas que emergieron en la sociedad industrial para evitar la degeneración y el caos. No solo eran las instituciones religiosas las que la promovían, sino el propio Estado secular y laico (siendo el punto más álgido la sociedad victoriana). Por ejemplo, se decía que tu deber como hombre o como mujer era comportarte de esta manera o llevar a cabo ciertos roles, debes sacrificarte por tu país aún si ese sacrificio no te iba a traer un beneficio personal, debías de salir a votar porque es tu obligación. Bajo esta cultura del deber, más que los derechos (que existían, aunque jugaban un papel secundario al respecto), las sociedades occidentales se mantuvieron en pie.
En nuestros tiempos, en cambio, la idea del sacrificio ahora termina siendo sustituida por la del bienestar. La cultura del deber ha sido eclipsada por la cultura de los derechos, que mantiene la idea toral de la cultura occidental de que el ser humano es digno por el mero hecho de serlo, pero que cambia el enfoque bajo el cual se aborda la ética y moral.
Ya no se habla de sacrificios en torno a un bien común sino de derechos: tienes derecho a ser respetado, tienes derecho a la educación, tienes derecho a votar, tienes derecho a expresarte etc. Pero para satisfacer estos derechos es imperativo crear obligaciones y un marco ético: si tienes derecho a expresarte, entonces yo estoy obligado a permitir expresarte, si tienes derecho a vivir, entonces yo estoy obligado a no matarte. No hay un «todo se vale expreso» ni un nihilismo absoluto en tanto que para poder garantizar los derechos se vuelve indispensable crear reglas y normas que la gente debe seguir.
Incluso dentro de los sectores conservadores donde permea y se mantiene más el sentido del deber han adoptado progresivamente el enfoque de los derechos para defender sus convicciones: ahora se habla del «derecho de los niños a tener mamá y papá», «el derecho a la vida», por poner algunos ejemplos. La batalla cultural entre conservadores y progresistas va en función a los derechos mucho más que los deberes, dado que los derechos que uno y otro defienden se contradicen y no pueden coexistir y dado que, hablando de derechos dentro de una cultura basada en los derechos más que en los deberes, es más fácil persuadir a la gente. Más suena hablar de «el derecho del niño a tener una madre y un padre» que hablar del tema en cuestión de deberes.
¿Podrá nuestra sociedad, tan líquida y cambiante, mantenerse en pie prescindiendo por completo de la cultura del deber, de la cual las nuevas generaciones ya se sienten muy ajenas? ¿Esta cultura de los derechos representa un avance o un riesgo con respecto de la cultura del deber? Las opiniones al respecto están muy divididas, más cuando esta nueva forma de abordar la ética es relativamente nueva. La liquidez de nuestra sociedad evidentemente espanta a más de una persona dado que se percibe que no termina por consolidarse una estabilidad muy fija y anclada lo cual deriva en una suerte de angustia hacia lo desconocido, como si más de una vez nos sometiéramos a asomarnos a un precipicio al cual tememos caer, algo similar a la angustia de Kierkegaard. Pero tampoco se percibe lo opuesto, que la sociedad termine por sucumbir a la degeneración y al caos. Pareciera que nuestra sociedad se ha mantenido en una suerte de estado de equilibrio bajo el cual aspira a expandir el sentimiento de liberación sin prescindir de un marco ético y moral.