Generalmente, la palabra conflicto tiene una connotación negativa. Cuando alguien nos habla sobre conflicto se nos viene a la mente una disputa, un desacuerdo o incluso la violencia. El conflicto implica una desestabilización del orden que lo antecedió dado que había una inconformidad con dicho orden preestablecido.
Pero sería ingenuo pensar que el conflicto es per sé algo malo. La paz y el consenso, términos a los cuales les damos una connotación positiva, serían su categorización opuesta. Pero en realidad, así como el conflicto eterno es algo indeseable, en realidad también lo debería de ser la paz y el acuerdo eterno ¿por qué?
Porque la paz y el acuerdo eternos implican una conformidad con el orden de las cosas, como si fuera indeseable cualquier progreso desde ese lugar, como si ha hubiésemos llegado al fin de la historia (erróneamente sugerido por Hegel y Fukuyama).
El conflicto no es un defecto de nuestra especie, es parte inherente de ella.
De hecho, el mundo que tenemos (incluidos sus miles de beneficios que nuestros antepasados no tuvieron) es producto de una cadena de conflictos a distintos niveles. Tus derechos, tu nivel de vida, tu entorno, todo es un orden que derivó de un sinnúmero de conflictos.
Y de hecho, el equilibro de nuestro mundo actual no es uno rígido, sino producto de una serie de conflictos actuales se contraponen entre sí: conflictos sociales, ideológicos, económicos y políticos que, sumados a aquellos que ya se llevaron a cabo, nos presentan al mundo tal y como lo conocemos. Es decir, el orden y el conflicto no necesariamente se contraponen, sino que incluso pueden retroalimentarse: la democracia como orden tal persiste gracias al conflicto entre sus diversos actores tales como oposiciones políticas, prensa, o la ciudadanía que aprovecha su derecho a la libertad de expresión para incidir en lo público.
El orden, como decía, es producto de diversos conflictos. Pero a la vez, un nuevo orden que representa un avance social (en lo cualitativo y/o en lo cuantitativo) genera nuevos conflictos. Tomemos la equidad de género, estadío al que ciertamente todavía no terminamos de llegar pero del cual estamos más cerca que antes. Su realización ha sido y será producto de diversos conflictos, principalmente de mujeres inconformes con su realidad actual que buscan desestabilizar el orden actual para así crear uno nuevo en el cual se encuentren en una situación de equidad.
Evidentemente es un avance real, pero dicho avance genera nuevos conflictos que tienen que ver, por ejemplo, con el hecho de que en un matrimonio la mujer y el hombre, quienes tienen carreras profesionales, deben dividirse tareas del hogar así como estar al cuidado de los hijos. Esto también implica una alteración de las estructuras sociales para que se adapten a una nueva realidad donde ambos géneros puedan aspirar a tener una carrera profesional y que a la vez puedan cuidar de sus hijos y formarlos. Tal vez las empresas (como en algunos casos ya hemos visto) den también permisos de paternidad, o tal vez los horarios laborales cambien de tal forma que puedan satisfacer esta nueva realidad.
Anteriormente el conflicto no existía, porque se decía que la mujer tenía que quedarse en el hogar cuidando a los hijos y el hombre debía salir a trabajar. El conflicto era ese rol mismo en el cual la mujer se sentía limitada, pero al sobreponerse a dicho conflicto, se generaron estos otros y era necesario que ello ocurriera para que la sociedad se adaptara al nuevo cambio.
El conflicto es el que nos hace crecer como personas y especie. Es el que reconoce nuestra heterogeneidad, que los seres humanos somos irrepetibles y únicos. Sin él tan sólo podríamos aspirar a vivir en un mundo monótono y estancado incapaz de evolucionar y progresar. Los derechos que adquirimos en un Estado democrático como el derecho a participar en la vida política, el derecho a la libertad de expresión o la libertad de prensa, están íntimamente ligados con el conflicto. Dichos derechos permiten al individuo entrar en conflicto dentro de un esquema tal que puedan dirimir sus diferencias.
Podemos, sí, aspirar a qué el conflicto tenga el menor impacto posible dentro de nuestra integridad. Podemos aspirar a que usemos cada vez menos la violencia física o la guerra para dirimir nuestros conflictos y cada vez más el debate y la discusión civilizada. Madurar (tanto personal como socialmente) no tiene que ver con acabar con el conflicto, sino con la forma en que nos conflictuamos.
No podemos aspirar a acabar con él, no deberíamos. Acabar con el conflicto implicaría conformarnos. Negar el conflicto es tan solo una forma de huir, de negar nuestras convicciones, de dejar que otras personas sean las que determinen la forma y el ritmo de nuestra vida. Es necesario también el conflicto para neutralizar una amenaza o agresión. El conflicto es parte de nuestro crecimiento, de nuestra formación, de nuestro carácter y nuestro espíritu.