Si pudiera definir de alguna forma a este periodo de poco más de siete meses en que AMLO ha estado en el poder, lo definiría como un gobierno errático.
Sé que algunos van a decirme que es muy pronto para evaluarlo. Pero tan no lo es que nuestro Presidente ya dio un informe sobre sus resultados.
No me enfocaré en los números y las cifras: algunas no están mal, otras, sobre todo las relacionadas con el crecimiento económico y la inseguridad, son más bien preocupantes. Es cierto que, en algunos casos, para dimensionar bien las tendencias cuantitativas sí se requerirá un poco más de tiempo. Pero me enfocaré más bien en lo cualitativo, en las formas.
Hay quienes dicen, desde una postura relativista, que la evaluación que se hace a un gobierno depende de la postura desde la cual se mire: esa afirmación puede no ser del todo falsa pero tampoco es del todo cierta, ya que entonces todas las evaluaciones, cualesquiera que sean, valdrían exactamente lo mismo, y al no haber una evaluación más acertada que otra entonces no tendría caso siquiera hacerla (gajes del posmodernismo).
Es cierto que los seres humanos, desde nuestras limitaciones subjetivas, evaluamos a los gobiernos conforme a nuestra experiencia (subjetiva). Pero también es cierto que, independientemente de ello, hay pautas sobre las cuales uno puede agarrarse para intentar hacer una evaluación más mesurada: ahí están los hechos, los datos. Por ejemplo, puede reconocerse de forma más objetiva cuando una economía no está siendo bien manejada porque vemos un desplome en el PIB que no es producto de algún fenómeno internacional o sabemos que encarcelar a un periodista que realizaba su trabajo es un atentado en contra la libertad de expresión al punto que podemos decir que quien no es capaz de percibir eso es porque tiene su juicio nublado. Aunque las definiciones tales como «opresión» o «libertad de expresión» son construcciones sociales intersubjetivas (conceptos que no existen fuera de nuestra mente pero que todos estamos de acuerdo con su significado), deberíamos tener la capacidad de ligar algún evento dado con esa definición sin que ello pueda relativizarse (quien quiera relativizarlo entonces no comprende bien qué significan esos conceptos o estaría tergiversando su significado).
Dicho esto, si bien es imposible despojarme de toda subjetividad en mi análisis, sí puedo intentar hacer un análisis mesurado con la ayuda de mis conocimientos y mi experiencia.
Un ejemplo de esto es cuando critico que el gobierno de López Obrador se base en los simbolismos y no salga de ellos. No es que sea malo per sé que un gobierno apele a lo simbólico: las narrativas le dan forma y sentido a los gobiernos. El problema es cuando un gobierno intenta sostenerse por medio de ellos y no por medio de resultados que abonen a la mejora de la calidad de vida de los habitantes.
López Obrador mantiene altos índices de popularidad no solo por su narrativa que ha repetido una y otra vez y que le ha dado un aura con la que ningún político de la era moderna del país había cargado, sino porque en lo simbólico, le ha cumplido a su electorado: canceló el NAICM, abrió Los Pinos al público, redujo los sueldos de funcionarios, incluso está en camino de comenzar a construir la refinería que prometió en campaña.
Pero los simbolismos y la narrativa deben de tener una sustancia que esté justificada en los actos. Es decir, si AMLO abrió Los Pinos al público, ello debería sostenerse con una mayor transparencia en el gobierno y debería haber una mayor cercanía con la ciudadanía haciéndola más partícipe de lo público. Lo primero evidentemente no ocurre, y lo segundo no va más allá de una mera simulación (consultas ciudadanas arregladas de tal forma que gane la opción que le convenga o votos a mano alzado cuyo resultado López Obrador ya conoce).
El simbolismo per sé se vuelve algo completamente estéril. ¿de qué sirve que AMLO abra Los Pinos al público más allá de la narrativa que pretende comunicar con esa decisión? De prácticamente nada, simplemente los habitantes de la CDMX podrán ir gratis a conocer la residencia donde habitaron los Presidentes de la República desde Lázaro Cárdenas hasta Enrique Peña Nieto. ¿De qué sirve bajarle el sueldo a los funcionarios? Efectivamente son más recursos disponibles para el erario, pero en realidad no hace gran diferencia. Peor aún ¿de qué sirve cancelar el NAICM que en la narrativa significa un golpe en la mesa con el cual el nuevo régimen pretende hacer un distanciamiento con el pasado? no solo no sirve de algo, sino que los perjuicios terminan siendo más grandes que los beneficios.
Si analizamos las decisiones políticas, las políticas públicas y las demás decisiones que son parte del acto de gobernar, nos encontraremos con grandes contradicciones entre lo simbólico y la cruda realidad. Las licitaciones directas y las partidas discrecionales poco empatan con la narrativa que se pretende crear al «abrir Los Pinos al público», incluso son contrarias. Poco podemos justificar la narrativa creada con la austeridad en los salarios si no se percibe mayor bienestar en la población y más justicia social reflejada en mayor igualdad de oportunidades o más y mejores empleos.
Esta distancia entre lo simbólico y la realidad es, a mi juicio, la distancia entre la aprobación de Andrés Manuel en las encuestas y la efectividad de su gobierno. A través del simbolismo, AMLO parece generar la impresión de que se trata de un presidente efectivo que está llevando a cabo una transformación (esto último no es falso, lo cuestionable es si dicha transformación tal y como la vemos progresar vale la pena). Por ello la gente tiene confianza en este gobierno, porque ve una ruptura, un nuevo discurso.
Podemos hablar, sí, de alguna forma de transformación, pero no podemos hablar de alguna innovación en la forma de gobernar. Puede llamarse transformación porque hay una ruptura parcial con la forma en que se venía gobernando el país (parcial porque muchos de los vicios persisten), pero no es innovadora porque no se plantea algo nuevo más allá del discurso, sino que es una amalgama de paradigmas políticos propios del siglo pasado combinado con algunos otros paradigmas vigentes. Lo único que puede ser medianamente innovador es el discurso: yo no recuerdo que en la historia moderna haya existido un discurso frontal y duro contra la corrupción. Pero es que ni siquiera el discurso parece empatar con el acto de gobernar.
Este gobierno prometió acabar con el neoliberalismo, un término muy ambiguo que, en la peculiar definición que hace López Obrador, se traduce en la viciada relación del poder político con el poder empresarial (algo que más bien llamaríamos capitalismo de cuates) más que la liberalización económica o el Consenso de Washington (de donde se suelen desprender la mayoría de las definiciones de neoliberalismo). Pero en la práctica no vemos algo demasiado diferente tomando en cuenta la cercanía de Rioboo o los grandes negocios que Ricardo Salinas Pliego está haciendo con la 4T.
Hablaron de cambiar el sistema económico, pero a la vez nos han traído una amalgama rara que no podemos terminar de situar a la izquierda del espectro político. Hay un discurso de justicia social, sí, pero vemos, a diferencia de lo que uno esperaría de un gobierno de izquierda, un desprecio por la cultura y por la ciencia. Vemos un entusiasmo por moralizar a la población a través de discursos con un fuerte acento cristiano y cartillas morales repartidas por evangélicos, cosa que podríamos considerar más bien de derechas. Vemos recortes agresivos bajo el argumento de no endeudarse ni subir impuestos (por ahora) sino de reencauzar el presupuesto para diversos programas sociales, refinerías y trenes (lo cual, no representa ningún cambio con el nivel de inversión pública de los gobiernos pasados). En el gobierno de AMLO vemos un experimento raro, que no termina de tomar una forma definida, pero que a la vez nos suena algo conocido, como si ya lo hubiéramos visto antes.
El problema de este gobierno no son las posturas radicales (más bien amalgama algunas características de la izquierda con otras de la derecha, hábito más bien propio del PRI) sino la torpeza y la falta de consideración por la técnica y que son de las cosas que más nos deberían de preocupar. Como bien decía Diego Petersen, hasta la llegada de AMLO los políticos acostumbraban diseñar políticas públicas que afectaban a todos desde un edificio de Santa Fe. Desde ahí hacían sus regresiones, sus fórmulas econométricas, sin siquiera conocer a quienes estaban gobernando. AMLO quiso cambiar el discurso, ahora pretende que todos se salgan a la calle con la gente, pero ¿cómo analizar sus impresiones si ahora resulta que no saben hacer ecuaciones, regresiones y tal vez ni usar Excel? Con excepción de algunos funcionarios importantes en Economía y Hacienda, es muy perceptible el alto grado de improvisación y de ineptitud en varios puestos clave y, peor aún, aquellos que sí hacen bien su trabajo tienen que terminar lidiando con las erráticas y poco fundamentadas decisiones que a veces llega a tomar el presidente López Obrador. Ello es un ejemplo sobre cómo el simbolismo puede llegar a matar la eficiencia del arte de gobernar.
Es evidente que López Obrador quiere hacer un cambio y que quiere pasar a la historia como uno de los grandes transformadores de esta nación. Pero falla rotundamente al creer que basta con el voluntarismo para hacer los cambios. Las estrategias, la técnica, el método, todo eso se ha dejado del lado porque para AMLO todo ello carga con el «estigma de la tecnocracia» (solo parece haber un tímido reconocimiento de los errores macroeconómicos que los gobiernos de izquierda han cometido en el Cono Sur), pero sin ello no es posible construir una verdadera transformación.
Tampoco se pueden hacer grandes transformaciones con instituciones débiles y las cuales son vulneradas por los caprichos del propio presidente que piensa que con un tronar de dedos y buenas intenciones, ellas se van a reformar. Hemos visto como, contrario a su discurso, podemos observar una mayor vulnerabilidad institucional, instituciones de donde ha alejado progresivamente a la ciudadanía (vía su escepticismo a las organizaciones civiles o su poca afinidad con la transparencia) en aras de una tramposa abstracción llamada «pueblo» que pretende homogeneizar a los ciudadanos como una sola cosa, de donde excluye a quien se oponga a su gobierno y, sobre todo, del que se ha nombrado su único y exclusivo interlocutor.
Lo mismo ocurre con su trato con la prensa. Es cierto que AMLO no ha ejercido algún tipo de censura explícita. Pero también es cierto que las opiniones contrarias le incomodan y sabe que, ante cualquier acusación, tendrá un ejército de usuarios en las redes listas para tratar de desprestigiar al medio en cuestión, y así también contará con un grupo de opinadores que tienen sus propios programas en los canales 11 y 22 (es decir, con recursos del Estado) para promover a la 4T en tanto ridiculizan y parodian a los opositores.
El problema para López Obrador es que los simbolismos tienen fecha de caducidad, el problema es que los más afectados por sus políticas erráticas serán justamente aquellos que votaron por él y habrá un momento en que no será posible conciliar simbolismo y realidad. En lo general me parece que AMLO no ha entregado buenos resultados estos siete meses. Su proyecto, por más loable pueda sonar a algunos, genera justificadamente muchas dudas e incertidumbre ya que tiene muchas lagunas y omisiones que no se debería permitir ningún gobierno, y menos en la difícil tarea de llevar a cabo una transformación del régimen político.