En estos días algo se movió dentro de las estructuras sociales mexicanas, recibieron una sacudida muy fuerte.
Decenas de profesores despedidos de sus puestos de trabajo. Personas que, cuando menos lo esperaban, vieron destruida su reputación; se vieron señalados, vieron que su vida posiblemente no será igual porque dieron por sentado que «eso que hicieron» siempre quedaría ahí oculto en la oscuridad.
Fue como un Blitzkrieg, llegó de forma intempestiva, bastaron dos días para poner el mundo de cabeza.
Fue una batalla cultural y social, apunta ahí a las mismas estructuras sociales. Fue una breve terapia de shock que incluso comprometió el futuro de algunas instituciones e hizo mella en el tejido social.
Tal vez no se equivoquen quienes digan que #MeToo tiene algunos defectos, que hay gente que puede subirse al mame con el fin de desprestigiar personas o para vengarse, que hace falta matizar entre los casos o que hacen falta poder más filtros para evitar daños colaterales. Pero también sería ingenuo esperar que en una batalla como ésta donde se busca generar el mayor impacto posible en el menor tiempo se fueran a tomar demasiadas consideraciones de ese estilo y se fuera a ejecutar de una forma muy pragmática. Más cuando hablamos de mujeres que escondían dentro de sí historias que les partían el alma y que vieron en esta dinámica una oportunidad para expresarse.
Tan solo bastaron dos días para mostrarnos que los acosos y las violaciones sexuales son parte de las estructuras sociales, que no son la excepción sino la regla. Nos mostraron toda la pobredumbre incluso dentro de las instituciones que se presumían defensoras de los Derechos Humanos.
Y no es que las cosas se hayan degenerado, es que las cosas ya estaban degeneradas, el problema tenía años e incluso, para los apologistas del pasado, décadas.
Y quien fuera a esperar que no sucediera gran cosa estaba muy equivocado. Eran muchas las mujeres que tenían una historia muy dolorosa que contar, una historia que habían mantenido en secreto por miedo a ser señaladas o criticadas, por miedo a perder sus puestos de trabajo o que nadie les creyera.
Pero se empoderaron: se dijeron entre ellas «yo sí te creo» para respaldarse y recordarse que no están solas. Vieron en ellas mismas un apoyo psicológico para lograr externar eso que había quedado ahí oculto durante todas sus vidas. Hombres que eran vistos como respetables pero que tan solo eran depredadores sexuales, de los que uno no sospecharía nada, y quienes habían logrado que su crimen quedara ahí en lo escondido, en lo oscurito. Hombres que vieron sus vidas arruinadas, y en la mayoría de los casos, justamente.
Lo peor del caso es que solo estamos viendo una parte de todo el problema, porque así como hay universidades, instituciones y sectores sociales que permitieron que esta ola permeara, había también muchos otros círculos que se han blindado ante la amenaza ya sea por sus estructuras de poder o porque el activismo escasea más ahí: partidos políticos, universidades e instituciones conservadoras e incluso agrupaciones religiosas; además de todas aquellas instituciones o agrupaciones donde seguramente se han tomado medidas para que las historias de los violadores que se encuentran ahí no salgan a la luz.
Las mujeres dieron un golpe de autoridad y mostraron que no están dispuestas a quedarse calladas, por ello algunos hombres se encuentran en pánico, porque temen que su caso se ventile. Muchos otros no tememos alguna difamación porque nunca nos hemos conducido así pero seguramente nos hizo repensar y ser mas críticos con nuestra conducta hacia las mujeres.
Algo se movió estos días, las mujeres ganaron un poco más de poder y relevancia (lo cual ciertamente genera incomodidades). El bombardeo fue intensivo e intempestivo, no hubo mucha piedad (aunque los acusados menos aún la tuvieron cuando cometieron sus fechorías). Apenas se dieron cuenta del ataque cuando ya solo había ruinas sobre de sí.