Adicción a la felicidad

Mar 21, 2019

La sociedad contemporánea se ha vuelto tan adicta a la felicidad y ha rehuido tanto del dolor, que ya no sabe como confrontarlo. Así, como si fuera una droga, se siente cada vez más desgraciada.

Una de las mayores aspiraciones de los individuos es ser feliz, sea cual sea el matiz que se le dé a la definición de felicidad. Cuando se habla de felicidad hay quienes piensan en la alegría, otros en darle sentido y significado a su vida, otros piensan en la autorrealización.

Pero quiero hablar de una idea de lo que la felicidad es y que está en boga, se trata de la felicidad como ausencia de dolor. A diferencia de las otras definiciones de felicidad, esta es la definición que a mi parecer es la más frívola y la que se contradice a sí misma ya que la felicidad, en cualquiera de sus acepciones, implica el reconocimiento del dolor. ¿Cómo es que una persona va a reconocer su felicidad si nunca ha estado triste? ¿No es mayor el gozo que siente un individuo después de haberse sobrepuesto a un momento muy difícil que el de quien nunca ha tenido contratiempos?

Hablando de la felicidad como ausencia de dolor, ocurre que tanto desde la izquierda progresista como desde el conservadurismo capitalista, cada una a su manera, se ha promovido una filosofía donde el ser humano tiene que buscar ser feliz y rehuir del dolor a toda costa.

La izquierda progresista insiste en evitar todo lo que parezca una ofensa y poco se preocupa por formar la autoestima del individuo, impulsa espacios seguros (safe spaces) para que las minorías se refugien dentro de sí mismas en vez de lograr que se integren en la sociedad. Así, asumen que si se evita que los individuos se expongan a sentir dolor, angustia o estrés, el individuo será más feliz.

Con el conservadurismo empresarial ocurre algo similar. A diferencia del progresismo, este no busca tanto proteger al individuo del dolor, más bien le exige apartarse de él. Esta corriente promueve, por su parte, eso que llaman «psicología positiva» a través de libros de autoayuda y cursos donde le sugieren al individuo que siempre sonría, que siempre muestre una actitud «positiva» como si nunca tuviera derecho a sentirse mal. Esta corriente vilipendia los sentimientos negativos como si estos fueran nocivos por definición. «Sonríe» se les dice a los empleados, «una actitud positiva es clave del éxito». La tristeza, el miedo y la angustia, nos dicen, son signos de debilidad.

Esto ha permitido que eduquemos a nuestros hijos no para que se formen sino para que no sufran. Los padres de ahora buscan no hacer sentir mal a sus hijos para no «traumarlos». Si tienen malas calificaciones o el niño fue suspendido de la escuela es entonces culpa del maestro quien corre el riesgo de ser señalado como «agresor psicológico». En algunas universidades se implementan medidas para evitar que los alumnos se estresen por los exámenes, como si el estrés fuera una enfermedad y no un mecanismo con el cual el individuo se adapta a su entorno. Luego, el alumno entra a trabajar a un empleo de servicio al cliente y la empresa le coloca un slogan que dice «siempre sonríe al cliente». Este individuo teme estar triste o angustiado (por más paradójico que ello suene) porque sabe que una crisis de angustia o una depresión puede llegar a convertirse en un obstáculo dentro de su carrera profesional.

El problema con esta «felicidad a toda costa» es que se ignora de forma rampante que eso que llamamos «emociones negativas» tiene una función muy clara no solo en el equilibrio psíquico del individuo, sino en su capacidad de adaptación al entorno. Por ejemplo, el proceso de duelo que el individuo sufre después de la muerte de un ser querido o un rompimiento amoroso es crucial para que pueda readaptarse a su entorno en el cual esa persona querida ya no está. El miedo, por su parte, es muy importante para evitar peligros y agudiza los sentidos. El estrés también tiene una facultad adaptativa.

Buscamos rehuir de ellos porque esos sentimientos son desagradables sensorialmente. A nadie le gusta estar asustado, deprimido o angustiado, pero si el cuerpo lanza esas emociones es para que, por medio de ellas, induzca al individuo a tomar una decisión o actuar de una forma que no lo haría en la ausencia de dichos sentidos. ¿O tendría sentido estar al borde de un risco y no sentir nada? Si eso ocurriera, la posibilidad de fallecer en una caída crecería exponencialmente.

Lo más grave es que estas «corrientes» asumen que se puede ser feliz sin dolor, pero eso es rotundamente falso. En realidad, cuando se priva a una persona de sentir dolor, al no tener la experiencia ni la sabiduría para confrontarlo, se sentirá mucho más desgraciado y desprovisto de herramientas para hacerle frente.

Los resultados ahí están: gente muy frágil con una nula tolerancia a la frustración porque sus padres o educadores evitaron a toda costa que se enfrentara al miedo, a la angustia, a la soledad o al dolor. Profesionales que buscan a toda cosa sentirse tristes para no ser juzgados pero que regresan a casa y explotan toda esa frustración guardada y acumulada en el área de trabajo (y donde los receptores de dicha frustración suelen ser la pareja sentimental, los hijos o la familia). Paradójicamente, es esa cultura de la «felicidad a toda costa» la que está creando seres más infelices.

Es bueno que aprendamos a no maltratar y respetar a los semejantes, reconocer la necesidad del dolor no implica dejar permitir el bullying en las escuelas, ni los abusos, ni la humillación. También es bueno que comencemos a desestigmatizar y reconocer los trastornos mentales que mucha gente padece, que conozcamos su dolor, lo entendamos y dejemos de echarles la culpa por ello.

Pero otra cosa es inhibir y atrofiar los sentimientos negativos, ello es incluso inhumano. Nuestro deber es formar a las siguientes generaciones, no evitar que sufran. El dolor es indispensable en el desarrollo mental y espiritual del individuos. Cualquier persona que pueda preciarse de ser realmente feliz dirá que conoce el dolor muy bien, que se ha enfrentado varias veces a él, al punto de convertirse en un maestro.