Históricamente, Francia ha sido un país muy liberal, uno de los más dispuestos a realizar experimentos o innovaciones sociales y a socavar el orden existente con ese fin. De dichos experimentos resultó la República que posteriormente fue adoptada por gran parte de los países de Occidente, entre ellos México.
Si bien, las agendas de izquierda actuales como el feminismo o los colectivos LGBT no son causas meramente francesas, sí tienen una fuerte influencia de los filósofos de aquel país, en especial los postestructuralistas como Derrida, Foucault o Deleuze que hacían mucho hincapié en el lenguaje. Estos izquierdistas comparten, de una u otra manera, ese ímpetu de socavar el orden y las estructuras existentes para plantear otras de las que argumentan generarán una sociedad más equitativa en materia de género y las minorías que, hasta hace poco, eran abiertamente rechazadas.
Pero algo que me llama la atención de esta «izquierda posmoderna» es que asumen que cualquier cambio, por el simple hecho de estar suscrito a una causa social, podrá realizarse de forma exitosa sin que importe tanto la practicidad de los cambios que proponen, desde agregar más letras a las siglas «LGBT» para incluir a todas las orientaciones sexuales hasta plantear una gran cantidad de géneros en reemplazo del género binario que siempre hemos utilizado y que más bien puede causar mucha confusión.
Pero la practicidad importa, y mucho. Aquello que es más práctico tiene más posibilidades de ser asimilado por la sociedad que aquello que no lo es. Y para muestra basta remitirnos a la propia Revolución Francesa:
Como parte del espíritu revolucionario que pretendía tumbar un sistema medieval, monárquico y basado en el linaje para pasar a una República basada en las libertades, se propuso un nuevo calendario y un sistema métrico que reflejaban ese nuevo espíritu ilustrado.
El calendario sustituiría los meses de cuatro semanas que conocemos actualmente, por otros de 3 «décadas» (semanas que duraban 10 días), que eliminaba cualquier referencia religiosa y cuyos nombres estaban muy basados en fenómenos naturales o la agricultura como «Brumario», «Termidor», o «Floreal». El nuevo sistema métrico decimal, por su parte y también con un espíritu fuertemente republicano, buscaba homologar las medidas que, hasta ese entonces, solían estar basadas en órganos del cuerpo generalmente tomados de distintos reyes.
El calendario republicano francés desapareció poco tiempo después en tiempos de Napoleón ya que resultó ser poco práctico. Las «décadas» no tenían relación con las fases de la luna que sí tienen las semanas y que servían como referencia para los agricultores e implicaba menos días de descanso para los trabajadores (uno de cada diez en vez de uno de cada siete). Además, los nombres de los meses estaban muy basados en el clima y la flora francesa, con lo cual causaría confusión en otras naciones.
El sistema métrico decimal en cuyo diseño participaron muchos expertos,, por el contrario, se popularizó tanto que es el que utilizamos en casi todo el mundo actualmente gracias a su practicidad y homogeneidad. Hasta los propios ingleses o el propio Vaticano lo terminaron adoptando.
Así como el calendario y el sistema métrico tenían una fuerte inspiración republicana, el lenguaje inclusivo que se propone actualmente como eliminar el género neutro (que es igual al masculino) por una «x» o una «e» tiene una fuerte inspiración en las causas feministas y también de los colectivos LGBT, argumentando que la manera en que la forma en que se utiliza el lenguaje afecta la forma en que construimos las relaciones humanas y las actitudes ante los géneros.
Sin embargo, la lección de la Revolución Francesa debería ser muy tomada en cuenta por quienes promueven estos cambios al lenguaje. Como mencioné al principio, un cambio estructural o de esquemas no solo trasciende por los valores o ideales que defiende, sino por su practicidad. Al lenguaje inclusivo se le acusa fuertemente de ser poco práctico (por ejemplo, la profunda confusión sobre como pronunciar la «x» o el hecho de tener tres géneros en lugar de dos: masculino, femenino o indeterminado) dentro de un idioma que ya de por sí es complejo como el Español. Todo esto ha generado una fuerte reticencia no solo por quienes no se identifican con las causas, sino por quienes ven en el lenguaje inclusivo una forma muy poco práctica de hablar o escribir.
¿Es el lenguaje inclusivo, al menos como ha sido propuesto, una herramienta que ayude a combatir la discriminación hacia las mujeres o hacia otras minorías? ¿Debe mantenerse igual como se ha propuesto hasta ahora? ¿Debería cambiarse por otro modelo? ¿No tiene sentido ni ninguna utilidad tangible? ¿Cambiar el lenguaje va o no va a ser determinante en aras de la equidad de género o el reconocimiento de personas con otra orientación sexual? Son preguntas que sus proponentes deberían responderse.