Juan tiene 18 años y es homosexual, y ha decidido que es la hora de llegar a decírselo a sus padres.
«Papá, mamá, soy gay«, dice Juan.
Su papá, Pedro, arranca en cólera y le dice a su hijo: «¡En mi casa putos no! Fuera de aquí, largo.»
¿Qué motivó a Pedro para correr a su hijo? Seguramente tendrá varias razones. Puede ser que vea como un gran fracaso personal el hecho de que su hijo Juan no sea un hombrecito. Seguramente pensará en el juicio social que habrá si los amigos o los parientes saben que tiene un hijo gay. ¿Me van a juzgar? ¿Me van a dejar de hablar? Por varios lados será un fracaso y la hecatombe para mí. Siente que su hijo le falló y no lo puede perdonar.
Juan termina en la calle y se da cuenta que, sin apoyo familiar y solo, tendrá que hacerse una nueva vida. Tendrá que buscar un trabajo donde sobrevivir y grupos sociales que lo acepten tal y como es.
Esto porque a Juan no solo lo corrieron de un lugar físico, sino de todo lo que implica la familia: lo corrieron del amor materno y paterno, lo corrieron de los valores que le dieron en su casa. Juan, en un estado de cólera, dice: «Si quienes me enseñaron los valores me corrieron, entonces esos valores valen madre» y adquiere cierto encono frente a esas estructuras sociales en las cuales creció. Se siente traicionado, le dieron la espalda.
Juan entonces busca lugares donde no sea juzgado y donde la gente comparta su sentir. Así, acude a movimientos como algún colectivo u organización, donde varios de los integrantes pasaron por una historia de vida muy parecida a la de él. Los principios y valores que ahí tienen son muy diferentes a los que aprendió en casa, incluso pueden llegar a ser una suerte de antítesis. Así, Juan empieza a diseccionar y cuestionar fuertemente todas esas estructuras sociales.
Juan y sus nuevos amigos, movidos por el enojo y el rechazo que sufrieron, llegaron a la conclusión de que el mundo es más bien sombrío, donde las jerarquías son más bien opresoras y excluyentes. Así, influenciados por filósofos como Michel Foucault y Jacques Derrida, quienes vivieron una vida muy difícil, llena de resentimientos y bajo la decepción sobre el ser humano que generaron las guerras mundiales (el primero fue discriminado por su condición sexual, y el otro por sufrir la represión del gobierno de Vichy y ser expulsado de su instituto argelino por motivos racistas) lo cual se imprimió en su forma de pensar, decidieron ir contra lo establecido: «las estructuras sociales no sirven, la moral se hizo para oprimir, hay que ir en contra todo eso, hay que deconstruirlo, ¡venganza!«.
Pedro escucha sobre estos movimientos y reafirma su postura ante los gays: ¿ves? Los gays son lo peor, están en contra de las instituciones, de los valores, de la familia. Esto, sin reparar que la gente que, como su hijo, ha entrado a esos grupos porque sienten que esas instituciones y esos valores son los que lo pusieron de patitas en la calle. Pedro, incluso, ante la incapacidad de explicar por qué es que ocurre eso, empieza a creer que se trata de una conjura internacional, del «marxismo cultural y la ideología de género» que busca acabar con la civilización.
Pedro se dejó dominar por el temor: temió el juicio social y lo que considera el fracaso personal (porque su hijo no es un hombrecito). Juan terminó siendo presa del resentimiento. Mientras que Pedro pudo haberse detenido, tratar de entender a su hijo y entender que podía haber un problema con su sistema de creencias, Juan pudo haber hecho lo mismo y llegar a la conclusión de que, por más imperfectos que fueran, los valores que le enseñaron en casa no eran necesariamente malos y que las estructuras no son necesariamente opresivas y que necesitamos de ellas.
Tal vez alguno de ellos pudo haber decidido dominar sus emociones, por más complicado que esto fuera. Esto habría parado el círculo vicioso que llega a un antagonismo cada vez más creciente entre ambas partes: uno piensa que los gays son un cáncer que tiene el claro propósito de destruir a la sociedad; el otro piensa que la familia, los valores o las religiones, son conceptos necesariamente represivos a las que hay que atacar y destruir. Ninguno de los dos tiene razón (aunque suene tentador pensarlo), pero el equivocado concepto que ambos se tienen termina haciendo mucho daño y termina reafirmándose hasta el punto de llegar a los discursos de odio.
Este es tan solo un breve ejemplo de lo que la polarización política es, y cómo la inteligencia emocional y la tolerancia a la frustración pueden ser grandes herramientas para contenerla y lograr vivir en una sociedad más armoniosa. No solo se trata sobre la preferencia sexual de una persona, sino de muchas cuestiones que van desde cualquier choque cultural, temas económicos o cualquier forma de organización.
No siempre vamos a estar de acuerdo ni tenemos por qué estarlo pero, al menos, tendremos la capacidad de vernos a la cara y dialogar.
Tal vez, si nos detuviéramos un poco y empatizáramos antes de juzgar a los demás de forma precipitada y hacer juicios de valor, podríamos entendernos de mejor forma y dejar de odiarnos.