Siempre se ha dicho que el mexicano es individualista.
No me refiero a un individualismo en el sentido del liberalismo filosófico que hace hincapié en el desarrollo personal en detrimento del colectivismo, sino en un sentido más burdo, donde el individuo es incapaz de cooperar con sus semejantes y busca satisfacerse en detrimento de los demás. Ese individualismo que se refleja en «no permitir que el que destaque avance» o «yo primero y después los demás».
Hay muchos testimonios de dichas afirmaciones, una de las que más vale la pena, es la de Samuel Ramos, quien intentó analizar a la sociedad mexicana con base en las teorías de Carl Jung y Alfred Adler, en su libro «El Perfil del Hombre y la Cultura en México».
De alguna forma, tiene algo de sentido que nuestra sociedad sea así. Se puede explicar, en mi opinión, con un sentimiento patriótico (no nacionalista) débil, con unas instituciones que no trabajan bien, y con una fuerte desconfianza a las instituciones y al gobierno. Es más, tomando como referencia un muy interesante estudio que llevo a cabo Robert Putnam en Italia, podemos saber que dentro de las sociedades en donde no se ha logrado construir una democracia sólida, y que está acostumbrada al clientelismo, los individuos suelen tener más recelo de sus semejantes y están menos dispuestos a cooperar. Más que ser consecuencia de algo cultural o hasta genético, ese individualismo puede ser más bien consecuencia de un problema estructural.
Dicho esto, traigo a colación un artículo de Leo Zuckermann (con quien en general concuerdo con sus artículos, no así en este caso), quien afirma que México es muy individualista, y que dicho individualismo explica que seamos muy poco solidarios. Sugiere que la solidaridad que mostró el pueblo mexicano en los terremotos del 7 y 19 de septiembre fue algo muy pasajero, casi un espejismo. Que pronto terminó la crisis (o la moda) y volvimos a mostrar lo individualistas que somos. Concuerdo con él en que nuestra sociedad es individualista, pero creo que Zuckermann demerita mucho la capacidad que nuestro pueblo tiene para solidarizarse.
Zuckermann trae algunos datos interesantes para armar su argumento. Dice que el presidente Peña se reunió con los líderes del sector privado, entre los cuales se incluían empresas, bancos, fundaciones y organismos privados que lanzaron campañas para que la gente donara dinero en favor de los afectados (muchos de ellos duplicaron o incluso multiplicaron lo que las personas donaban). De acuerdo a los números de dichos líderes, se demuestra, dice, que somos una suerte de parias individualistas. En promedio, cada mexicano donó $31 pesos. Luego, sabiendo de antemano que casi la mitad del país es pobre y no está condición de donar, incluyó a 14.5 millones de familias de clase media y alta (que representan el 46% de la población) y la donación fue de sólo $276 pesos por familia.
Añade: el total de las donaciones privadas representa sólo el 8% del dinero que pondrá el gobierno para la reconstrucción.
Evidentemente, los números no serían nada halagadores si consideramos que éstos fueron el resultado de todo el esfuerzo de la ciudadanía, que no hubo más medios y otras formas de ayudar. El error de Zuckermann es considerarlo casi como un todo en vez de considerarlo como sólo una parte. Zuckermann comete varios errores:
Primer error:, asume que los organismos que se reunieron con Peña, ya sea de forma directa o indirecta (es decir, que fueron representados por uno superior) son todos los organismos privados a través del cual la gente donó dinero. ¿Qué hay de las empresas más pequeñas? ¿Qué hay de todos los ciudadanos, universidades e instituciones que por su cuenta recabaron dinero y no están contabilizados?
Segundo error: Zuckermann asume que del 46% superior, todos están en condiciones de donar algo, lo cual es falso. Dentro de ese 46% existen muchas familias que si bien no sufren de pobreza (relativa o absoluta), están lo bastante apretados como para donar y un donativo de $500 pesos les podría significar no utilizarlos en artículos de primera necesidad. No creo que sea un lujo que siempre se pueda dar una familia cuyo ingreso sea de $10,000 a $15,000 pesos mensuales, que tiene que pagar renta de la casa, comida, agua y luz (y que entran dentro de ese 46%).
Y olvida lo más importante: que el dinero en efectivo no fue la forma más común de donar. No está considerando a todas aquellas personas que donaron víveres: (lo cual difícil de cuantificar dado que sólo se podría conocer un aproximado mediante un muestreo donde se le pregunte a la gente cuanto dinero gastó). La realidad es que los víveres cuestan dinero y no son muy baratos que digamos. Yo que estuve muy involucrado tratando de ayudar, me percaté que mucha gente que no donó dinero en efectivo sí lo hizo ayudando con víveres, lo cual incluía agua, atún, comida, ropa, leche, pañales, y los cuales en su conjunto por cada persona costaron algunos cientos de pesos. Algunos gastaron más de mil pesos.
Posiblemente, si contabilizáramos el gasto en donaciones en especie, ese número que señala Leo Zuckermann se dispararía, al menos a una cantidad más razonable.
Muchas otras personas, sobre todo las que trabajan por su cuenta (fue mi caso) dejaron de trabajar uno o algunos días por abocarse a ayudar. Eso implicó la pérdida de parte de su ingreso dado que dichos días no laboraron. Aunque posiblemente no hayan donado dinero, si asumieron una pérdida en sus ingresos para ayudar a sus semejantes.
Otra cosa de la que me percaté, es que varias personas prefirieron no donar en efectivo porque eso les generaba desconfianza. No sabían si las cuentas que se publicaban eran reales, no sabían cómo se iban a utilizar los recursos (algunos incluso tienen algún recelo a las campañas de grandes corporaciones porque las relacionan con una «forma de evadir impuestos») y les dio más confianza donar en especie. Aún así muchos nos preguntaron quien iba a llevar los víveres a los lugares siniestrados y quién los iba a recibir.
Y además, no hay que olvidar a aquellas empresas (muchas de ellas no contabilizadas dentro de las cifras que muestra Zuckermann) que pusieron a su disposición su capital tantos físico como humano para ayudar: quienes donaron el transporte u ofrecieron sus instalaciones (lo cual implicó un gasto). Y menos olvidemos a las personas que viajaron a los lugares siniestrados. Varios de ellos gastaron miles de pesos en aviones y compra de materiales (esos tampoco se incluyen en las cifras).
Zuckermann dice que, después de que pasó lo peor, regresamos a nuestro hábitat natural. En realidad es algo muy natural que eso ocurra: Primero, porque ayudar es muy cansado y desgastante (yo llegué casi al agotamiento), y segundo, porque la gente tiene que retornar a su vida normal porque necesita generar ingresos para vivir, y todavía más importante, para que la economía siga funcionando. Aún así, a dos meses, hubo personas que todavía nos mandaban víveres para llevarlos a Puebla.
Es cierto que «papá gobierno» no debería de encargarse de todo. Pero eso no es un problema que se explique con el simple hecho de que la gente no ayude, se trata de un fenómeno más bien estructural. No tenemos un mercado muy dinámico como para que sean más las empresas las que se involucren, no tenemos todavía una cultura fuerte de participación ciudadana.
También tenemos que poner en la mesa otros factores más bien culturales o estructurales. Por ejemplo, al menos en el caso de la CDMX (porque se entiende que la circunstancia de la gente de las comunidades pobres que se vio afectada es muy diferente) son pocas las personas que tienen un seguro de hogar, el cual, por cierto, es un tanto más barato que un seguro de vida o de automóvil. La mala cultura de previsión hizo que quienes vivían en casas y departamentos siniestrados sufrieran más de lo que lo hubieran hecho si estuvieran respaldados por medio de un seguro. Son ellos, los que ante la incapacidad del gobierno para responder, salen a las calles.
Pero aún así, se pueden presumir avances, los cuales tampoco pueden ser agregados a la cifra que muestra Leo Zuckermann. Ciertamente falta mucho camino por recorrer, y todavía somos testigos de abusos de todo tipo (desde damnificados que no lo son hasta edificios con daño estructural que sólo son resanados para que los dueños no pierdan su inversión). Pero, a diferencia de 1985 donde el gobierno cooptó a la sociedad civil y la incorporó a sus redes clientelares porque no tenían a dónde más sumarse, ahora podemos ver una mayor participación de organizaciones civiles que ya tienen la estructura y el know how para seguir trabajando con el tema. Ahí están organizaciones como Mexicanos contra la Corrupción, entre otras, vigilando el proceso de reconstrucción. ¿Es suficiente? No, pero tampoco hay que despreciar un avance que sí existe.
Sí, el mexicano sigue siendo individualista. No fue tan egoísta como Zuckermann asegura si hablamos del terremoto. Pero el problema no se va a resolver insistiendo en que somos individualistas y poco solidarios, sino resolviendo los problemas de fondo que generan que seamos así. Necesitamos construir un país más sólido, mas democrático, con instituciones más fuertes que funcionen y en los cuales los mexicanos tengamos confianza, donde los ciudadanos se puedan tener más confianza, donde exista una mayor cultura ciudadana.
Y creo, a pesar de todo, a pesar de que todavía hay muchas deficiencias, que tampoco vamos por mal camino. A pesar de todo, hay avances.