El día de ayer tuve la oportunidad de discutir en una mesa de trabajo con varias personas expertas el rol que tenían los jóvenes, los millennials, dentro de la política. Y creo que vale la pena hablar de eso porque los jóvenes de hoy son quienes en unos años más ocuparán los puestos de poder.
Siempre que queremos tejer una relación entre estas dos palabras (millennials y política) aparece un subproducto de estas dos llamado apatía. Se dice que los jóvenes son quienes menos quieren participar en asuntos políticos, sobre todo cuando tienen ese aroma tradicional de gente grande y rancia tratando de mover los hilos del poder; muchos piensan que «todos son lo mismo». Pero hay una paradoja en todo esto, porque a la vez estamos viendo en nuestro país un vertiginoso crecimiento de organizaciones civiles y colectivos, cuyos miembros son en considerable medida jóvenes. Al final las ONG’s hacen política si nos apelamos al estricto significado de la palabra, sin que esto implique que se involucren en la política formal.
Me atrevo a decir que parte del desprecio de los jóvenes por la política tradicional (o formal, partidista o como le quieras llamar) tiene que ver con la brecha generacional entre ellos y los políticos, así como la nula capacidad que tienen estos últimos para comunicarse con los jóvenes.
Por ejemplo, los partidos políticos muchas veces consideran a los jóvenes como un accesorio o como un recurso operativo. Los jóvenes (cada vez menos) que entran a los partidos envueltos en un franco idealismo con el fin de hacer un cambio terminan pegando calcomanías, repartiendo folletos y bailando «despacito» en las calles para que la gente vote por su partido. Así mismo, los partidos políticos buscan formar cuadros con los nuevos talentos, pero no tanto para aprovechar esas energías y deseos de cambio de los jóvenes, ni para traer nuevas ideas, ni mucho menos con la intención de ir renovando paulatinamente al partido, sino para más bien adoctrinarlos con las ideas de los que ya están ahí.
Al final, dar poder de decisión a los jóvenes y darles la libertad de que implementen sus nuevas ideas implica para los más grandes ceder poder, y lo que menos quieren ellos es cederlo. Y la mejor forma de integrarlos sin que eso represente una amenaza es el adoctrinamiento, que piensen igual que nosotros, que los jóvenes no se nos rebelen.
Dicho esto, se entiende por qué hay muchos jóvenes en los partidos replicando los mismos discursos, apoyando las mismas plataformas obsoletas de los candidatos «grandes». Los jóvenes le hacen la talacha a los grandes y les aprenden en su afán de irse moviendo para poder aspirar a un puesto político.
Los jóvenes entonces aprenden que un partido no es tanto una plataforma para darle rienda suelta a su idealismo sino una estructura donde pueden hacer carrera profesional para hacer dinero. Así, son menos los que entran para defender un ideal o para soñar con un México mejor que los que aspiran a obtener un puesto donde les vaya bien y tengan un buen ingreso. Son ellos en su mayoría quienes terminan conformando la «sangre fresca» de su partido, y por consecuencia vemos que despuésde algunos años, los jóvenes igualan, cuando menos, a sus antecesores cuando hablamos de actos de corrupción. Así, se entiende por qué los partidos han perdido de forma progresiva su ideario ideológico.
Peor aún, debido a esto, quienes ocupan los puestos importantes y trascendentales dentro del gobierno no son los más talentosos ni los que tienen las mejores ideas, sino el que «se supo mover», el que «se le pegó al diputado». Incluso siendo jóvenes, muchas veces no son los mejores, los que tienen mejores intenciones ni quienes tienen mejor preparación.
Pero el problema no sólo está en la relación con los jóvenes que están dentro de los partidos, sino en la forma en que se comunican con los de fuera. Para muchos de los «grandes» los jóvenes (a quienes en muchos casos estigmatizan) son algo así como mocosos que le pican a eso del SnapChat. Los miran de arriba hacia abajo, los subestiman por su inexperiencia. Para comunicarse con ellos usan muchas etiquetas e intentan usar su lenguaje a veces sin entenderlo porque básicamente no lo entienden:
Los partidos sólo intentan comunicarse con los jóvenes cuando las elecciones se acercan y cuando su voto importa. Los ven en términos de rentabilidad política y no como aquellos que podrían aportar con sus ideas, su frescura y su talento. Los jóvenes no son tan ingenuos como ellos piensan y no son seducidos tan fácilmente por los mensajes acartonados con los que los intentan persuadir.
Si bien los jóvenes entran progresivamente a los partidos y forman parte de ellos, como son adoctrinados y terminan emulando a los grandes, ni siquiera ellos son capaces de representar a los de afuera. Así la brecha entre los partidos políticos y los jóvenes (no afiliados) se torna abismal. Es decir, ni los jóvenes de adentro terminan de entender a los de afuera.
Deberíamos preguntarnos entonces: ¿cómo podrían los jóvenes incidir en la política? ¿Cómo podríamos hacerla más atractiva para ellos tomando en cuenta que quienes conforman la política formal no son capaces de entenderlos? ¿Cómo decirles que la política es mucho más que burócratas ensimismados tomando decisiones en las que no los toman en cuenta? ¿Qué mecanismos tienen disponibles los que realmente quieren incidir? ¿Tendrían que ingresar a las estructuras vigentes o tendrían que crear las suyas propias? ¿Deberían integrarse mejor a organizaciones civiles que buscan, desde la ciudadanía, incidir en lo político?
Los jóvenes interesados en la política son cada vez menos y al mismo tiempo las oportunidades para que quienes sí quieran incidir lo hagan realmente son pocas. Eso no es una muy buena noticia si hablamos de renovar la forma de hacer política en nuestro país, y como vimos en las elecciones pasadas, las prácticas más añejas y rancias siguen ahí.