Hoy se fue uno de los más grandes íconos del grunge: Chris Cornell. El famoso vocalista de Soundgarden, quien sólo horas después de tocar en el que sería su último concierto, decidiera quitarse la vida al igual que lo hiciera Kurt Cobain. Ciertamente, a diferencia de Cobain (que era una estrella a la cual le faltaba mucho por brillar), Cornell se fue ya a los 52 años, cuando posiblemente ya había dado lo mejor de sí, aunque ciertamente conservaba esa gran y potente voz que siempre le caracterizó.
Su partida es un golpe para quienes nos empapamos y crecimos con la música de los 90. Y es que después de eso ya nada volvería a ser igual dentro del mundo de la música.
Cuando hablamos de rock, quienes fueron o fuimos parte de esas generaciones que transcurrieron desde los años 60 hasta los 90 (de los baby boomers a la generación X) coincidimos en que algo se perdió, que la música actual ya no tiene esa capacidad de marcar generaciones y darles una identidad como hasta los años 90 ocurría. No es necesariamente ese sentimiento fatalista al que el humano está tan acostumbrao donde percibe que el pasado siempre ha sido mejor. Esto es algo que va más allá.
Al menos yo no recuerdo casi ninguna banda actual de rock que haya tenido tal impacto cultural como lo pudieron tener los Beatles, los Rolling Stones, Led Zeppelin, Metallica, Nirvana o el propio Soundgarden. No es cuestión de falta de talento, talentos musicales allá afuera hay muchos e incluso muchos músicos que trabajan dentro de la industria musical componiendo esas «rolas pop» pegajosas pueden presumir que las dotes musicales les sobran. Se trata más bien del rol que la música juega en la vida del individuo y la sociedad.
Me atrevería a decir que lo que hemos vivido es una progresiva pérdida de «espíritu musical». Trataré de explicar desde mi punto de vista cuales pudieron haber sido las razones para que esto sucediera.
El primer argumento que se me viene a la mente y del que hablan todos es la hipercomercialización de la música: La industria musical, especialmente en el rock, fungía como distribuidora del talento de otros para después tener un papel cada vez más activo y preponderante en el producto en sí. Anteriormente las bandas llevaban sus LP a las disqueras y éstas determinaban si valían la pena. Ahora parecen tratarse de involucrarse más en la música, les piden a las bandas, por más experimentales que sean, que compongan «una rola pegadora para la radio» (en el mejor de los casos). No son lo mismo las letras depresivas de Nirvana y Radiohead que obedecen más al estado de ánimo de los músicos, que las de grupos como Linkin Park y otras bandas cuyas letras parecen obedecer más a un «mercado de consumo». Pero ésta es tan sólo una respuesta parcial y ni siquiera es la más importante. La hipercomercialización de la música no lo termina de explicar todo.
Mi segundo argumento que viene a la mente, y que a mi consideración tiene más peso que el primero, tiene que ver con la forma en que el individuo consume la música, así como el entorno en que se desenvuelve. Con el Internet y el Mp3, creímos ingenuamente que un gran abanico de posibilidades se abría, que la «opresión de la industria musical» había acabado, que todo el mundo tendría acceso a toda la música, y por lo tanto, aquellos más talentosos tendrían menos problemas para armarla y convertirse en rock stars, en los Freddie Mercury del nuevo milenio. Eso no ocurrió.
En la actualidad hay muchos guitarristas cuyas manos vuelan más rápido que los de los guitar hero de los años 80 y 90, aprendieron a ser maestros de la guitarra gracias a infinidad de tutoriales y videos que se encontraron en Internet (algunos de ellos con un muy buen sentido musical). Los mejores, aquellos que hubieran sido la envidia de las bandas de los 80 tratando de reclutar nuevos guitarristas, no tocan conciertos; muchos de ellos ganan algo de dinero, sí, pero con la publicidad de Youtube:
Muchos pensamos que se crearía una especie de meritocracia musical. Pocos años después incluso nos dimos cuenta que ya no había que pagar raudales de dinero en un estudio para grabar un disco, que bastaba con que cada integrante tuviera su equipo (su guitarra, el ampli, la batería), algún software no mucho más caro que el Microsoft Office y cascarón de huevo que aislara el sonido para poder grabar un disco cuya calidad no le pidiera mucho a los grabados en estudios profesionales. Por poco más de mil de pesos, el aficionado podía hacerse de simuladores de esos sintetizadores tan caros y que suenan casi igual de bien. Se supone que cualquier persona podría crear su grupo de rock desde su casa y de ahí saltar a los escenarios. No es que eso no haya pasado nunca, pero ciertamente no ocurrió como se esperaba.
Paradójicamente, podríamos decir que hoy tenemos más músicos talentosos que nunca porque el costo para ser un buen músico es cada vez más bajo y el acceso al conocimiento para poder entrenarse es cada vez más accesible. Basta darse una vuelta por soundcloud.com para darnos cuenta que no es el talento el que falta. ¿Entonces, qué está pasando?
Más bien parece que esa «nueva libertad» generó una suerte de fragmentación musical. Hay tanta música allá afuera que parece no haber por donde empezar. Los grupos de rock ya no son «los grupos de rock», más bien son uno entre tantos. El consumidor de música actual ya no compra «el disco», más bien crea playlists de las canciones que más le gustan. Esa ansiedad por conocer el nuevo disco de su banda favorita ha ido menguando y sólo se preocupa por ver qué dos o tres canciones le gustan para meterla en el bonche de canciones que escuchará en el automóvil o mientras trota. El placer de escuchar un disco desde el principio hasta el final ha desaparecido, los amigos ya no se juntan en alguna casa para escucharlo completo y dar sus opiniones al respecto. Por esto, los artistas se sienten forzados a sacar algún éxito que sobresalga de los demás en vez de preocuparse por terminar una obra que tenga coherencia entre sí, que en su conjunto logre transmitir algo. Un Dark Side of the Moon ya no es viable porque la mayoría de los consumidores no están acostumbrados a escuchar discos completos.
La sociedad contemporánea, acostumbrada a la inmediatez, a la novedad y a la excesiva experimentación, tampoco ayuda mucho. Las generaciones anteriores «se clavaban» con las bandas. Compraban el nuevo disco y lo escuchaban una y otra vez. Tener «el disco» era importante, no sólo era un conjunto de canciones, era toda una obra. Los más conocedores creaban sus colecciones de discos y atiborraban sus recámaras de ellos, se pegaban a la TV para ver los especiales de su banda favorita y para enterarse de la nueva gira. Antes, ver un especial de su banda en concierto era casi excusa para dejar lo que se estaba haciendo; ahora los usuarios pueden ver miles de conciertos y bootlegs en Youtube (varios de ellos con muy buena calidad) con tan sólo hacer un clic.
El acceso a la música es cada vez más fácil, pero eso también le ha quitado un poco de magia a la relación que el individuo tiene con los conjuntos musicales que más le gustan.
Un tercer argumento que puedo esbozar es la finitud de la música. ¿Qué quiero decir con ello? Básicamente, una escala musical se compone de 8 notas y 5 semitonos y cualquier canción (con excepción de la música microtonal que es muy difícil encontrar en la música de rock) está sujeta a dicha escala que tiene siempre a una de esas 8 notas como nota base o tónica. La combinación de estas notas sujeta a un ritmo (ritmo, melodía y armonía) compone las piezas musicales. El rock, a diferencia de la música clásica o el jazz, no suele ser muy complejo en la forma en que utiliza estos recursos (tal vez con excepción del rock progresivo), por lo tanto las limitaciones son todavía mucho mayores. Entendiendo esto, y entendiendo que el rock tiene más de 50 años con nosotros, podemos llegar a la conclusión de que cada vez es más complicado crear una pieza musical nueva o un estilo nuevo. Así, es cada vez más común que artistas se acusen de plagio sin que haya una intención explícita.
En algún momento, las bandas se dejaron de preocupar por la armonía musical porque ya casi todo estaba hecho. Entonces se enfocaron en los arreglos, a ese círculo de acordes tan repetidos había que ponerle algo de delay, chorus o incluso shimmer (tan recurrente en bandas como U2) para que sonara a otra cosa. También ya eran muchos guitarristas cuyas manos en el diapasón volaban, parecía que todo estaba dicho en el shred y ya eran demasiados solos largos, entonces había que experimentar con sonidos raros y tecnificados elaborados con whammys y pedales modificados a propósito, algo que supo hacer muy bien Tom Morello, aquel guitarrista simpatizante del comunismo y del EZLN que acompañó a Chris Cornell en Audioslave.
Cuando ya se ha experimentado casi todo, cuando las bandas actuales han tenido que recurrir insistentemente a la fusión e incorporación de otros estilos para tratar de encrontar algo, o cuando se han aferrado a las bases, es más difícil aspirar a crear un estilo propio y un arte que logre por sí mismo generar un impacto cultural.
Otro argumento que me atrevo a plantear tiene que ver con el número creciente de alternativas culturales más allá del rock. El rock fungió como música de protesta y de rebeldía ante lo establecido, y para muchos era casi el único medio por el cual podían escapar de la «opresión». El rock era la vía para ser uno mismo y expresar sus sentimientos. Si algo abunda en el siglo XXI son los medios por los cuales el sujeto puede escapar de la realidad y expresar su inconformidad. Incluso la rebeldía ya no es algo que necesariamente esté prohibido sino es más bien algo que se empaqueta constantemente en productos de consumo. Hasta hemos aprendido a hipercomercializar la rebeldía.
Los puntos álgidos de la música suelen, o más bien, solían coincidir coyunturas sociales o políticas. El rock de los años 60 y 70 y el movimiento hippie que se oponía a la guerra de Vietnam, o la música de fines de los 80 y el grunge de la generación X, de los jóvenes «sin futuro» en medio de drásticos reajustes económicos llevados a cabo por líderes como Ronald Reagan o Margaret Thatcher, donde los últimos años de la guerra fría marcaron el fin del idealismo. En este sentido, las convulsiones económicas y políticas que comenzaron en 2008 para arreciar con la amenaza de la ultraderecha xenófoba no trajeron consigo expresión alguna dentro del rock.
La realidad es que los festivales de rock como Glastonbury o Lollapalooza, tan de moda en los últimos años, suelen tener a la cabeza a grupos ya consolidados. Todas las bandas nuevas buscan hacerse un hueco entre los gustos de los aficionados a la música, pero las que destacan son las de antaño; ellas son las que encabezan dichos festivales, bandas que muy rara vez debutaron después de los años 90. Ahí tenemos con la letra más grande de los carteles a U2, Red Hot Chilli Pepers, Coldplay, Foo Fighters, Radiohead, Metallica, Blur, Oasis, The Rolling Stones, y en el mejor de los casos, bandas de principios de la década pasada como Arcade Fire.
Las canciones más épicas, las que son capaces de seguir vigentes, son aquellas que fueron compuestas entre los años 60 y 90. Incluso las nuevas generaciones, los millennials, las conocen. No son pocos los jóvenes que conocen Bohemian Rhapsody o Smells Like Teen Spirit. Seguramente, de entre la infinidad de músicos ciberconectados, hay piezas musicales que pudieron haberse convertido en un himno generacional si hubieran sido creadas 20 años antes, pero que están condenadas a vivir solamente en la nube con algunos miles de likes y comentarios de usuarios anónimos tales como «hey bro, tienes talento».
Es paradójica la coexistencia de la abundancia de talento con la escasez de música y de bandas que logran marcar generaciones, que logran ser parte de la historia social y cultural de una determinada sociedad. Esa paradoja se explica porque no es el talento el problema, el mundo actual les exige a los músicos talentosos saber de muchos otros temas (negocios o relaciones públicas) si quieren alcanzar el estrellato en medio de una sociedad y un mercado cada vez más complicado que prefiere navegar entre un mar de música en vez de concentrarse en el arte de una banda especial. El problema es que la mayoría de los músicos talentosos o no tienen tiempo para convertirse en hombres de negocios y con extraordinarias habilidades interpersonales, o no tienen o no han desarrollado dichas habilidades.
Los tiempos cambian y la sociedad cambia. El rock poco a poco parece quedar relegado en el pasado, la música de los 80 y los 90 están cada vez más cerca de considerarse «oldies». Muchos de quienes se juntan a rockear con sus guitarras con covers de Pearl Jam y Guns N’ Roses presumen una barba canosa y llevan a sus hijos al toquín: -Mira mijo, esto es lo que nosotros tocábamos en nuestros tiempos-, y entonces el padre pisa el pedal de la distorsión para hacer sonar ese famoso riff de Nirvana. Para mí, por ejemplo, causó un gran impacto ver en el concierto de Pearl Jam en México en 2011, a muchas personas que ya rebasaban los 30 o 40 años cuando en aquel del 2003 el público estaba compuesto por puros jóvenes enardecidos.
Con la muerte de Chris Cornell se va un cachito de ese espíritu musical ausente en este nuevo siglo, un cachito que nos marcó a muchos y que deja sólo a Eddie Vedder ya como el único heredero del grunge que se encuentra todavía entre nosotros. El líder de Pearl Jam ahora tiene la tarea de cargar con esa responsabilidad, sin la ayuda de nadie más. Extrañaremos la potente voz del vocalista de Soundgarden y Audioslave, aquel cuya voz pudo adaptar a varios estilos musicales, y que se arriesgó a hacer «covers prohibidos» como Billie Jean, de una manera excelsa.
QEPD. Chris Cornell.