No sé si lo que leí es un libro, es mera propaganda política o es un evangelio. Sabemos que nada de lo que viene de López Obrador nos puede dejar indiferentes, y su libro «La Salida» (obra obligatoria para poder entender a este personaje en el contexto de las elecciones que vienen) no es la excepción.
He leído a algunas personas como Genaro Lozano advertir una moderación en el discurso. Yo no veo mucho de eso, AMLO mantiene el discurso de los fraudes, de las élites de poder (aunque se abstenga de utilizar el término «mafia del poder» en este libro), y del neoliberalismo como el problema de todos los males. Lo único que podría advertir es que al menos ya hace una diferenciación entre los empresarios ricos que lo son gracias al producto de su esfuerzo, y entre aquellos que se corrompen al amparo del gobierno; y ciertamente también que habla un poco más (un poco, solamente un poco) de la importancia de la iniciativa privada y el sector de la sociedad civil.
Digamos que este es el mismo López Obrador de siempre, con algunos leves cambios en la forma, pero con un fondo que se mantiene casi igual. Las ideas son básicamente las mismas, aunque ciertamente hubo quienes (no sé si haya sido Alfonso Romo) le ayudaron a aterrizar más sus ideas así como crear algunas propuestas nuevas que suenan un poco más sensatas que las de cajón.
Pero para entender este libro hay que entender por dónde parte López Obrador, y tenemos que mencionar los dos argumentos a los cuales recurre constantemente.
Primero, su diagnóstico. Él decía que antes de que se implementara lo que él llama el neoliberalismo (que yo lo traduciría a un corporativismo o capitalismo de cuates, de acuerdo a su interpretación) no había tanta corrupción, que la corrupción era solamente un conjunto de «prácticas aisladas e inconexas» (sí, incluso con Luis Echeverría y José López Portillo). Él afirma que todo se vino abajo con la adopción del «neoliberalismo» en 1982, porque dice, que los privados saquearon a la nación. Hace énfasis sobre todo en la forma en que se dieron las privatizaciones en tiempos de Salinas (que ciertamente distaron mucho de ser limpias).
Con todos estos detalles y un diagnóstico que sugiere un regreso al pasado del PRI del régimen de sustitución de importaciones y del PRI del cual formó parte, varias de las críticas como tales (no todas) que López Obrador hace, y que son rotundamente ignoradas por los demás actores de clase política, pueden ser consideradas como válidas y nos pueden ayudar a entender un poco el panorama actual del país. No es una falsedad que el descrédito y los niveles de corrupción, los compadrazgos, y los pactos de impunidad hayan fortalecido el discurso de López Obrador. Ciertamente, algunos argumentos son algo tramposos, maniqueos, y los usa convenientemente para hacerse autopromoción, pero sabemos que el talón de aquiles de AMLO no es tanto el diagnóstico, sino las soluciones que propone.
Segundo, dice que habrá que acabar con la corrupción. López Obrador afirma que si él es honesto y no es corrupto, entonces logrará erradicar la corrupción:
Estos comportamientos corruptos… se van a eliminar con relativa facilidad porque, entre otras cosas, el Presidente de la república no será parte de esos arreglos y se convertirá en el principal guardián del presupuesto.
Para López Obrador, el cambio parte necesariamente como un acto de voluntad del Presidente. En una concepción del gobierno como una estructura vertical y jerárquica (más típica del régimen priísta hegemónico en el mejor de los escenarios) donde el Presidente de la república tiene la última palabra, piensa que los cambios que México necesita no se lograrán gracias a la presión de las organizaciones civiles o una regeneración ciudadana (en el libro minimiza el esfuerzo de quienes impulsaron la Ley 3 de 3) ni a un esfuerzo en conjunto, sino por voluntad del Presidente cuyo acto hará que por consecuencia todos los demás «se motiven a cambiar». Los cambios sólo pueden venir «de arriba a abajo»:
Pero luego viene un contrasentido, porque primero esboza un argumento que me recordó a la absurda respuesta que recibió León Krauze por parte de Enrique Peña Nieto (quien decía que la corrupción es cultural) pero a la inversa:
Por ello digo que la honestidad es una virtud que forma parte del patrimonio moral del pueblo mexicano.
Y luego, páginas más adelante, afirma que todos esos actos de corrupción dentro de la base de la sociedad no importan tanto, tales como las mordidas al tránsito, los viene viene, los sobornos en las ventanillas, o el mal uso de espacios públicos en el comercio informal. Que lo que importa más es la corrupción que se lleva a cabo en las élites. Esos actos de «neoliberalismo».
Su idea, típica de los demagogos, es que las élites son malas y el pueblo es bueno. Entonces el pueblo ya no tiene que cambiar, y esos «pequeñitos actos de corrupción» son irrelevantes dada la bondad del pueblo.
Y cuando habla de élites, se refiere a aquellas que son producto del «neoliberalismo», a los arreglos público-privados. Pocas veces critica actos de corrupción dentro del gobierno donde no participa la iniciativa privada; apenas menciona el término «charros» (solo una vez), y casi todas las críticas al gobierno sólo tienen lugar de 1982 a la fecha. No critica a la CNTE, ni critica a los cotos de poder públicos más añejos, los de sus tiempos.
A diferencia de otros libros que he leído de él, en éste explica sus propuestas de campaña de una forma más aterrizada (que no significa que estén bien diseñadas necesariamente) usa cifras, estadísticas, fuentes de instituciones como la OCDE. El problema es que muchos de estos datos o pronósticos parten de la idea de que logrará acabar completamente con la corrupción y que ya no habrá delincuencia de cuello blanco. Dando por sentado que ésto es prácticamente imposible de realizar en un sexenio, gran parte de sus propuestas y predicciones terminan diluyéndose.
Hay algunas propuestas como la de recuperar el campo o la de apuntalar a las pequeñas y medianas empresas (esta última me pareció particularmente interesante) que tienen un planteamiento y que merecen analizarse. Pero hay muchas otras que sólo corresponden a un acto populista o demagogo. Por ejemplo, López Obrador dice que venderá toda la flotilla de aviones y helicópteros, y que se moverá por tierra o en vuelos comerciales, de lo cual no podemos dejar de advertir que eso no sólo podrá en mayor riesgo su integridad en un país infestado por el narco, sino que tendrá mucho menos flexibilidad para desplazarse (hasta Evo Morales se mueve en un avión privado).
De la misma forma, delinea argumentos de esos «que a todos les gusta oir». Dice que quitará los exámenes de ingreso a las universidades porque son injustos y garantizará el acceso a la universidad a todos. Pero no dice cómo es que lo va a lograr, y sólo recurre a su argumento de que al eliminar la corrupción, recortar sueldos y vender aviones habrá más dinero para hacer eso, para invertir en infraestructura, trenes rápidos, y demás.
A pesar de ser un texto que a excepción de las primeras páginas intenta no ser confrontativo y más bien conciliador, no puedo dejar de advertir un tufo autoritario con su idea de un presidente que manda, que es transformador por sí mismo, y que impone su voluntad y sus principios. Tampoco es difícil de advertir su predilección por el Estado como rector de la economía muy por encima del mercado, aunque no ignore completamente a este último.
Pero lo que me preocupa más son las páginas finales del libro. Si después de leer sus propuestas habías pensado que se trataba de una persona más sensata y moderada, las últimas páginas son un poema a su mesianismo:
López Obrador explota en demasía este lado espiritual (al que muchos demagogos recurren) donde cita no sólo a Tolstoi, Aristóteles, Ricardo Flores Magón o Eduardo Galeano, sino que utiliza pasajes bíblicos (el Éxodo, Levítico, y el Deuteronomio) para justificar su proyecto de nación:
«No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente» (Levítico). «Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita contigo, no serás con él un usuriero; no le exigirás interés» (Éxodo). No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que resida en tus ciudades» (Deuteronomio).
La situación se pone más preocupante y peligrosa al ver a un López Obrador que pretende imponer una moral a sus gobernados. A pesar de que dice que reunirá a académicos, antropólogos y sociólogos para que le ayuden a crear una «cartilla moral», va mucho más allá de la idea de «el derecho a la búsqueda de la felicidad» de la constitución de Estados Unidos, la cual cita. Porque no sólo propone que esos valores morales que su gobierno ha creado se promuevan en todos los medios de comunicación y en las redes sociales, sino que también el propio López Obrador se da lujo de definir lo que es la felicidad con base en una amalgama de diferentes fuentes que curiosamente coinciden su visión particular y personal:
La felicidad no se logra acumulando riquezas, títulos o fama, sino mediante la armonía con nuestra conciencia, con nosotros mismos y el prójimo… La felicidad profunda y verdadera no puede basarse únicamente en los placeres momentáneos y fugaces. Estos aportan felicidad sólo en el momento en que existen…
A diferencia de la constitución estadounidense que afirma que la felicidad es algo que los individuos tienen el derecho a buscar, pero que el gobierno no se las puede dar ni está obligado a dársela, López Obrador se erige como el rector de la moral, de la felicidad y del humanismo, y así, propone tres ideas rectoras: La honestidad, la justicia y el amor. Gran parte de los argumentos de su libro los basa en temas morales y cuasirreligiosos, como un candidato que no sólo propone reformas, sino un sistema de valores, delineados por él, que todo el país debería adoptar.
Y ya en la parte final, López Obrador narra como será México en 2024 cuando acabe su gestión:
Dice que después de 6 años la pobreza extrema desaparecerá (y luego es curioso que proponga un crecimiento del 4% del PIB y que con un crecimiento así, espere que 11.4 millones de mexicanos superen su condición de pobreza extrema), que habrá mucho más trabajo, que a mitad de sexenio se alcanzará la autosuficiencia en maíz y frijol, que la emigración pasará a la historia, que nadie se quedará sin oportunidad de entrar a la universidad, que la delincuencia organizada estará acotada y en retirada, que los índices delictivos serán 50% más bajos, que ya no existirá la delincuencia de cuello blanco. Y todo esto será logrado porque López Obrador no sólo habría acabado con la corrupción, sino gracias a su promoción del fortalecimiento de los valores culturales, morales y espirituales.
Es decir, con buenas intenciones y con una cartilla moral, vamos a convertirnos casi en potencia mundial.
Como dato curioso, a pesar de sus constantes críticas al neoliberalismo, propone una relación no sólo amistosa con Estados Unidos, sino que no hace ningún amago por rechazar al TLCAN. De hecho, todas sus propuestas relativas al campo, están formuladas pensando en que México seguirá formando parte de ese acuerdo.
Después de haber hecho una crítica al planteamiento de López Obrador, más desde un punto de vista político que técnico de sus propuestas (porque habrá quien lo pueda hacer mucho mejor que yo), tendría que hablar también de lo positivo, y aquí haría énfasis dos cosas:
Primero, que de 2006 a la fecha, su conocimiento sobre política exterior ha evolucionado mucho. De ser el tabasqueño que no tenía pasaporte y nunca había salido al extranjero, pasó a ser aquel que va a Nueva York a hablar con los migrantes y que puede crear un argumento relativamente sensato con relación al panorama mundial. Pensando en que él puede ser nuestro presidente, es importante notar esta mejoría en el que era uno de sus puntos más flacos.
Segundo, que se puede percibir que se dejó ayudar por alguien más e incluyó algunas propuestas que no son de su autoría (que curiosamente son las más sensatas). Comparado con el 2012 (que pueden consultar en su libro «La Mafia que se Adueñó de Mexico y el 2012«) veo un mejor planteamiento de varias de sus propuestas, están mejor explicadas y algunas tienen más sustancia que antes. A pesar de que el AMLO de 2017 y el del 2012 no tienen muchas diferencias, sus propuestas parecen estar más aterrizadas, y como dije, parece que recibió asesoría y retroalimentación de alguien más en algunos de los casos. Esto, claro, sin dejar de advertir la completa falta de sustento en algunas otras de ellas, como ya lo he mencionado anteriormente.
Este es López Obrador y este es su libro, sin duda es un texto muy bueno si quieres conocer más de este personaje, y lo que podrías esperar de él en caso de que llegue a la Presidencia. Por mi parte, yo estoy convencido que el tabasqueño está muy lejos de lo que México necesita, y está más cerca de ser un demagogo con algunos tintes autoritarios, que un demócrata o un verdadero reformador que haga diferencia en un México con una clase política completamente ensimismada y desacreditada.