El concepto de «voluntad del pueblo» o «voluntad general» fue acuñado por el filósofo francés Jean Jacques Rousseau para dar fundamento a la idea de la democracia. Es decir, en vez de que el rey fuera el soberano y se gobernara bajo su voluntad, debería ser el pueblo en el que residiera dicha soberanía. Para esto, decía, que la suma de las voluntades individuales que firmaban un contrato social derivaba en la «voluntad general».
Cuando me quiero referir a la «voluntad del pueblo» no me refiero a este concepto en específico, sino al concepto de «voluntad del pueblo» tan usado y reciclado por los demagogos de izquierda y derecha. Ese pueblo al cual apelan Marine Le Pen, Nicolás Maduro, Donald Trump o López Obrador.
A diferencia del concepto de Rousseau que concibe a la «voluntad general» como una suma suma de voluntades, -es decir, Rousseau entiende que los individuos quienes acuerdan adherirse al contrato social no son necesariamente iguales-, los demagogos entienden el concepto de la «voluntad del pueblo» como si éste se tratara de una sola cosa.
El pueblo no es un ser ni una sola sustancia, es más bien la suma de muchos seres que no son iguales entre sí pero que se agrupan, comparten culturas y afinidades en común. Firman contratos sociales y convienen leyes para que en un ambiente de respeto entre ellos mismos puedan llevar a cabo sus proyectos de vida individuales. El sentimiento de pertenencia a una comunidad, una nación o una región va en este sentido y no porque exista una «consciencia colectiva».
Como mecanismo de supervivencia tanto individual como colectiva -porque recordemos que somos animales sociales y políticos- los individuos nos agrupamos con aquellos con los que tenemos afinidad. No somos parte de una sola agrupación, sino que integramos varias a la vez y las cuales tienen diferentes dimensiones. Por ejemplo, yo soy mexicano porque aparte de haber nacido en México comparto ciertos valores y soy parte de una cultura, pero también soy atlista por el sentimiento de pertenencia que otorga irle al Atlas (aunque nunca gane nada) porque mi familia extensa tiene profundas raíces. A la vez soy parte de una organización civil donde los miembros compartimos la idea de combatir la corrupción.
Pero a la vez, a pesar de las afinidades, yo no soy igual a todos los aficionados del Atlas. Tenemos algo en común pero todo lo demás puede ser diferente. Tampoco soy un copia de los compañeros de mi organización civil, de hecho somos una organización muy heterogénea.
De la misma forma, si bien, los seres humanos tenemos la capacidad de solidarizarnos con aquellos que viven en el otro lado del planeta -ante una catástrofe por ejemplo-, nuestra corteza cerebral, según Robin Dunbar, no nos permite tejer relaciones fraternales con más de 150 personas -Sí, eso quiere decir que si tienes 1,000 amigos en Facebook, no te importan realmente más que 150 de ellos-. Por eso se explica que el comunismo pueda funcionar bien en pequeñas comunidades pero sea un fracaso rotundo dentro de los Estados.
Entonces no se puede pensar en una fraternidad que abarque todo el pueblo, como lo sugieren los demagogos. De hecho, entre las 150 personas con las que tenemos una relación fraternal e íntima, siguen existiendo muchas diferencias.
Lo que existe a veces es un interés colectivo. Por ejemplo, toda una comunidad está de acuerdo en que todos los integrantes deben recibir una buena educación porque la suma de las voluntades individuales llega a esa conclusión, no porque el pueblo per sé sea un entidad autónoma.
Los demagogos que apelan a «la voluntad del pueblo» lo conciben como si éste fuera completamente homogéneo, como si no hubiera diferencias entre los que suman el pueblo. Y vaya que eso les conviene, porque así, al homogeneizar y concebir a los miembros como iguales -quienes entonces deben de creer en lo mismo y tener los mismos valores- pueden imponer el suyo. Es decir, la voluntad del pueblo -del cual ignoran su pluralidad y los asumen como seguidores- son ellos. Esta voluntad no cuadra con aquella de Rousseau, porque se parece más a la «voluntad del rey» que quería combatir el filósofo francés al proponer un Estado democrático.
Los líderes carismáticos apelan a los rasgos que los individuos tienen en común para iniciar, hasta donde les sea posible, el proceso de homogeneización y construir el falso argumento de la «voluntad del pueblo». Las personas que se sienten vulnerables debido a ciertas presiones o se encuentran en un estado de estrés son más fáciles de manipular e inculcar el pensamiento de dicho líder carismático -ese que dice él, que es la voluntad del pueblo-. No es coincidencia que Donald Trump haya conformado su base de entre quienes han sido los más perdedores de los procesos económicos de Estados Unidos y quienes más sienten que su país va por mal camino.
Los circuitos que se activan en el cerebro de aquellas personas que se exponen a líderes carismáticos a los que admiran inhiben aquellos relacionados con el pensamiento analítico, es decir, se suprimen de tal forma que el seguidor que fue seducido por un demagogo o un líder carismático tiende a no pensar y analizar lo que el líder está diciendo. De hecho, muchos científicos han encontrado que bajo las circunstancias idóneas, los seguidores de dichos líderes pueden caer en cierto estado de hipnosis.
Los demagogos insisten en concebir al pueblo como un ente y una voluntad suprema a la de los individuos cuando dicen por ejemplo, que «el pueblo es bueno y es víctima de las élites». No se puede concebir a un pueblo bueno, no sólo porque no tiene voluntad propia, sino porque los individuos que conforman el pueblo pueden ser buenos o pueden no serlo.
Así también, los demagogos pueden polarizar a la sociedad -entre quienes se dejaron seducir o quienes no-, imponer regímenes dictatoriales o hasta totalitarios. Al construir una narrativa del «pueblo», se deshacen de la heterogeneidad y de la pluralidad de éste. Obligan a quienes lo conforman a compartir, no por voluntad propia, ciertos valores y posturas. Al hablar de una sola voluntad del pueblo niegan las disidencias y las diferencias.
Entonces quien disiente ya no es parte del pueblo y debe de ser -de acuerdo al tipo de régimen- criticado, condenado al ostracismo, expulsado o hasta aniquilado.
No, el discurso de la «voluntad del pueblo» no se trata de la voluntad general de Rousseau, y sí más bien a un «El Estado soy yo» de Luis XIV escondido dentro de una narrativa tramposa donde el líder busca imponer su voluntad sobre el pueblo en un arrebato megalomaniaco de poder.