Siempre que se habla de empleo, de oportunidades y de crecimiento profesional, sale esa palabrita a relucir: «palancas».
He escuchado a algunas personas decir: -No es como que le tenga que joder tanto para llegar a donde quiero, yo tengo palancas-.
Ellos entienden que la trayectoria profesional puede no ser tan importante, que son los pobres diablos los que buscan empleos en OCC, y que son los ganones quienes tienen al contacto indicado, a los amigos y a la gente indicada para poder aspirar a un puesto.
Ciertamente, el networking y las relaciones públicas siempre son importantes, hasta en las naciones que tanto envidiamos. Es cierto que quien tiene talento y se esfuerza, también debe de esforzarse por darse a conocer y presumir sus talentos. Es cierto que el individuo debe saber tejer relaciones. Pero no me malinterpreten, yo no me refiero a eso, sino a las palancas en el más arcaico sentido de la palabra.
Las palancas son, para decirlo de cierta forma, un mecanismo que se postra sobre el contrato social. Las palancas no sólo sirven para encontrar un mejor trabajo desistiendo de los esfuerzos para ser un mejor profesional, sino para evadir la ley o ganar favores.
Las palancas, manifestación explícita del patrimonialismo como constante en la historia de nuestro país, establecen unas reglas de juego que suplen a las que están convenidas y formalizadas porque no todos pueden jugar con ellas. Básicamente, para tener palancas hay que tener palancas. Quien no las tiene no puede ser parte de esta dinámica.
Las palancas reducen la posibilidad de movilidad social y perpetúan el status quo. Porque quien tiene palancas no sólo las tiene dentro de su misma clase social, sino dentro de sus mismos grupos sociales a los que pertenece. Las palancas excluyen de oportunidades de crecimiento a quienes no las tienen a pesar de tener el potencial intelectual y de voluntad.
Las palancas permiten a quienes las usan poder escalar en la pirámide sin haber hecho un gran esfuerzo para ello y excluyen a quienes sí se han esforzado y tienen el talento.
Y así entendemos cómo es que las palancas son nocivas. No sólo porque perpetúan la desigualdad, sino porque no son los más talentosos quienes deberían estar en los puestos que los más talentosos deberían ocupar. Entonces concluimos que inciden muy negativamente en el desarrollo de una entidad, una sociedad o incluso una nación.
Vemos que en los puestos más importantes está el compadre, el que hizo un favor, el familiar, el bueno para nada cuyos padres estaban urgidos de que trabajara. Así, los mediocres son los que llegan a ocupar las élites sociales y no al contrario.
Y cómo este sistema queda expuesto, se imita y se perpetúa. Se aprende que la palancas, el contacto, son indispensables, más que el esfuerzo. Para muchos basta con «tener un título de algo» y al compadre indicado para poder aspirar a un puesto mientras otros se matan y se preguntan por qué no han llegado a donde quieren llegar.
De igual forma, las palancas perpetúan la corrupción cuando se tratan de evadir la ley. Lo que importa no es cumplir con la ley, sino tener al contacto adecuado para no cumplirla, sin importar el daño que se haga a las demás personas. El que tiene palancas se defenderá diciendo que «así es, que todos lo hacen» y que irse por el camino recto implica aceptar la derrota por anticipado.
No recuerdo la existencia de un estudio que determine el impacto negativo de las palancas en la competitividad de nuestro país ni mucho menos en la producción de riqueza o en el PIB. Pero estoy seguro de que si se implementara alguno, los resultados de esos estudios serían muy preocupantes.
Entonces concluimos que la sociedad no premia al más talentoso, sino al que esté «mejor parado», a aquel que se llevó al table dance a su compadre.