Muchas personas te critican a tus espaldas, y sucede con más frecuencia de lo que crees. No lo hacen necesariamente con una mala intención, pero entre algunos rasgos o conductas nuestras que pueden no agradar mucho a personas a las que, paradójicamente, les agradamos, y nuestra tendencia a meter el ojo en paja ajena -lo hacemos más de lo que decimos hacerlo-, nuestro nombre es mencionado de forma bastante frecuente y por varias personas en muchos lugares. Por más importantes seamos, y por más amigos tengamos, la frecuencia de esas críticas aumentará.
Si tuviéramos alguna forma de ver todo lo que los demás dicen nosotros, desde los amigos, parientes o colegas, nos sentiríamos agraviados, traicionados, posiblemente perderíamos algunos amigos y los señalaríamos de hipócritas. Verías cómo es que a las demás personas les causa gracia tu nuevo peinado, cómo dudan de tus proyectos, les molesta mucho que hables demasiado -cuando tú pensabas lo contrario de tu pose de supuesto macho alfa-, alguno dice que te huelen los pies -y ni te habías dado cuenta-, que no eres bueno para combinar los colores de tu ropa, que algunas actitudes tuyas parecen infantiles, y un largo etcétera.
Que suceda eso, mientras las críticas no lleven una intención de destruirte o llamar la atención a costa tuya, es algo normal y es bueno para nuestra salud emocional, porque el ser humano necesita lidiar psicológicamente con aquello «que no nos gusta de las personas que nos gustan». No somos perfectos y nuestras imperfecciones no serán necesariamente del agrado de todos, aunque ciertamente no siempre estamos obligados a cambiarlas para tratar de caer bien a los demás, porque vaya, así nos aceptan; y porque es muy probable que tú también critiques a tus amigos: dirás que tu amigo Juan a veces es necio y te saca de tus casillas, o que Paulina a veces es bien materialista.
Como dicen por ahí, no es personal.
Como nosotros no somos sujetos al «escrutinio público» y no nos damos cuenta de todo lo que se dice detrás, entonces no entrenamos a la mente para lidiar con algo de lo que en realidad nunca se entera, y así, podemos vivir nuestras vidas como si nada. Pero están aquellas personas quienes son «personajes del dominio público» para quienes lo privado se hace público y quienes deben sí aprender a lidiar con el problema: artistas, actores, futbolistas, pero sobre todo los políticos.
Y hago énfasis en los políticos porque son quienes más sufren el aluvión de críticas. Los políticos (con muy honrosas excepciones) no son admirados por sus hazañas, sino más bien son señalados por lo que han dejado de hacer, o lo que han hecho mal. Sus aciertos se dan por sentado y sus críticas destacan e indignan mucho.
Un político promedio conocido por la sociedad sabe que si abre su Twitter y lee su feed, se encontrará una marejada de burlas, memes, cartones, insultos o descripciones grotescas. Algo así como si nosotros viéramos un documento que contiene todas las críticas que han hecho todos sobre nuestra persona. Pero en el caso del político es peor, porque las críticas de los amigos y seres queridos contienen aquello que les molesta o les causa gracia de una persona a quien estiman y cuyas virtudes resaltan muy por encima de los defectos -si no, tal vez ni tus amigos serían-, mientras que la gente no siente amor o afecto por sus políticos, y ve en ellos a alguien en que descargar sus frustraciones al considerarlos responsables de la comunidad que gobiernan.
Pero el político no sólo se enfrenta a la «indignación de las personas» reflejada en un meme. Como la política es poder, y el poder es algo así como una sustancia que causa mucha adicción, éste se dará cuenta que siempre habrá quienes lo quieran destruir. Ya sean los opositores en una campaña, los propios opositores dentro de su gobierno, hasta los que considera cercanos y por debajo confabulan para obtener un beneficio -es decir, una tajada de poder- a su costa.
Un político debe tener entonces, el suficiente temple para aguantar esa dura marejada de críticas e insultos, muy característicos gajes de su oficio. Si no puede lidiar con ellos, es prácticamente hombre muerto.
Por ejemplo, para Donald Trump, como relata el filósofo Aaron James en su libro «Trump, ensayo sobre la imbecilidad» es indispensable que sea percibido como alguien superior a los demás. Más que ser libre gracias sus grandes posesiones materiales y capacidad de trasgredir las reglas sin recibir pena alguna, es prisionero de su propio narcisismo. Trump es alguien que sabe, como buen empresario, hacer rentables esas duras críticas contra su persona, refuerzan su papel de «payaso bobo imbécil» con el cual, según afirma Aaron James, Trump se ha vendido al electorado. La megalomanía de Trump sirve también para contener psicológicamente esa marejada de críticas: – Me critican porque soy superior a los demás-.
Hay quienes, no siendo capaces, al menos al parecer, de contener psicológicamente esas burlas e insultos, prefieren taparse los ojos y darles la espalda. Algo así parece suceder con Peña Nieto quien vive en un mundo muy controlado y que recibe la información después de haber pasado por varios filtros. Muy posiblemente se entere a grandes rasgos que la gente está molesta por su casa blanca o conoce la popularidad en las encuestas, pero a mi parecer, con base en sus declaraciones, parece que Peña no se entera mucho de la forma en que la gente expresa sus críticas. Es decir, no le comunican los memes, ni los «chinga tu madre Peña Nieto» para que esto no le afecte psicológicamente.
El sentirse superiores es un buen mecanismo de defensa. El poder no pervierte a las personas, sino que más bien perversas desde un inicio -perversidad latente pero que no podía ser expresada debido a que sin poder tenían que estar sujetos a varias reglas – sacan el cobre. Sienten que merecen más que aquellos que no lo poseen. De esta forma, este halo de superioridad les ayuda a contener las críticas. Las críticas que más nos duelen son las de nuestros pares, con quien tenemos más cosas en común y pertenecen a nuestras clases sociales. El político criticado entonces, se sube a ese monte del que el poder le dota para desligarse de esa masa que lo critica e integrarse a una clase superior, y entonces así ver a sus gobernados de arriba a abajo.
– Me critican, pero el pópulo es inferior a mi. – Dice el político. – Yo tengo poder, yo tengo dinero, yo me los puedo chingar si quiero.
Pero no es que no les importen las críticas o las ignoren del todo, no es gratuito que los políticos traten de defender su nombre cuando terminaron su gestión. Dan innumerables entrevistas justificando sus decisiones o escriben libros. A un mandatario le importa de alguna manera cómo será recordado por sus gobernados. Pero esa gran dosis de poder con la que contaron, que los hizo lo suficientemente inmunes a esas críticas y agravios al su persona para al menos no quebrarse, también les permitió abusar de su poder para beneficiarse. Luego entonces, se preguntan por qué a pesar de haber desfalcado al pueblo éste los repudia.
Por último está el déspota, que a diferencia del político normal, consigue amasar una cantidad de poder tal que puede ya considerar que las críticas no son gajes del oficio, sino que por el contrario, es un problema que puede ser resuelto. El déspota no utiliza mecanismos de defensa psicológicos porque por medio del ejercicio del poder puede callar las críticas. El déspota censura periódicos o incluso manda a matar periodistas. El déspota crea un clima de miedo tal, que quienes tienen una pluma o micrófono a la mano, titubean a la hora de emitir una crítica con el político.
Por eso no cualquier persona puede ser político, no todos tienen el hígado de aguantar las críticas y las injurias en su contra. Es el precio a pagar para eso que ellos quieren acumular tanto: el poder.