Cuando se trata de ganar elecciones «todo se vale». Al menos eso se piensa dentro de la clase política. En México nos acostumbramos a tener elecciones simuladas, elecciones que sólo servían para «taparle el ojo al macho». Ahí estaba el PRI con toda su maquinaria, sus acarreados, sus sindicatos, sus lonches y despensas. Los adversarios de campaña sólo eran simbólicos, y algunos sólo contendían para tratar de «dejar un mensaje al pueblo o poner algún tema en la mesa de discusión» sabiendo de antemano que nunca iban a ganar.
Ahora tenemos elecciones más o menos reales, no son del todo limpias en todos los casos, siempre existen tarjetas de Soriana, de Monex, «partidos verdes» quebrantando la ley a cada rato, o candidatos eternos como López Obrador que hacen campaña fuera de las fechas estipuladas; pero en general ya tenemos elecciones competidas que han permitido cierta alternancia tanto en el país, como en gran parte de las entidades federativas.
Los mortales agradecemos los avances tecnológicos porque estos nos ayudan a compartir más información, y así, no estar sujetos al arbitrio de los medios de comunicación controlados por el gobierno. Pero a veces idealizamos dichos avances, pensando que con la proliferación de redes sociales y blogs, la democracia perfecta nacerá en consecuencia.
La declaración que hizo el hacker Andrés Sepúlveda a la revista Bloomberg, por haber participado en la campaña de Peña Nieto,, nos debe de llevar a la reflexión sobre los alcances que los avances tecnológicos y científicos pueden jugar en nuestra contra. Independientemente de si lo dicho por él es verdadero o no (aunque me suena muy creíble, sinceramente), porque sabemos que este tipo de estrategias sí se han utilizado en nuestro país.
“My job was to do actions of dirty war and psychological operations, black propaganda, rumors—the whole dark side of politics that nobody knows exists but everyone can see,” (mi trabajo era llevar a cabo acciones de guerra sucia, operaciones psicológicas, propaganda negra, rumores. Todo ese lado oscuro de la política que nadie conoce pero todos pueden ver) – Andrés sepúlveda.
Asumimos que en una democracia el elector vota libremente: éste hace un juicio sobre los candidatos, y en función de eso, sale a votar. Ese proceso se respeta… de manera parcial. Ahí están los sindicatos u organizaciones que «sugieren» a sus miembros votar por un partido, también aquellas personas que reciben despensas a cambio de un voto, o quienes, al recibir beneficios del gobierno, les piden votar por cierto partido para que continúen recibiendo dichos beneficios.
Está esa otra gran masa, quienes no son parte de esas organizaciones, que suelen trabajar en organizaciones privadas, economía informal, o son autoempleados, empresarios, freelancers, o parte de sectores del gobierno donde no se les pide compromiso alguno. Aquellos que tienen el poder adquisitivo suficiente para poder prescindir de despensas, quienes generalmente tienen acceso a Internet, quienes dicen votar libremente (la mayoría no se considera voto duro, es decir, no tiene simpatía absoluta por algún partido). Decimos que los que son parte de esta masa, los no cooptados, los que no han sido comprados, son los que ejercen un voto razonado (o a veces no votan como forma de protesta).
Pero en realidad, la dinámica de un proceso electoral es mucho más compleja. No sólo es el votante frente a los candidatos quienes le presentan sus propuestas para que el primero delibere y decida por quien votar. En realidad, el votante está expuesto a muchos incentivos, artimañas y estrategias que tienen como fin lograr que vote de alguna forma. El problema es que la mayoría de los votantes no tiene el conocimiento suficiente como para eludir de manera eficiente aquellos agentes que buscan condicionar su voto. El individuo tendría que tener conocimientos sobrados sobre psicología, neurología, mercadotecnia e informática, entre otros, para determinar con exactitud el «tamaño» de aquellos agentes.
El elector común hace un simple razonamiento empírico. Es decir, vota por un candidato, y ve que sus expectativas no se han cumplido; entonces se siente engañado y posiblemente rechace alguna estrategia parecida en una ocasión posterior. Algo así pasó con la llamada «guerra sucia» del 2006 por parte del PAN a López Obrador. La estrategia funcionó muy bien (más cuando el candidato denostado «puso de su parte»), pero posteriormente la gente se dio cuenta de sus efectos (en la sociedad) y después de eso, ya no ha vuelto a funcionar de igual manera, por el contrario. Pero el elector no puede saber a ciencia cierta por qué esta fue efectiva y cómo condicionó su voto. Fue algo más del estilo, – Vi en un comercial que AMLO era un peligro para México, entonces sentí escepticismo por ese personaje y no le voté.
Los ciudadanos sintieron dar un paso a su favor con el Internet y las redes sociales; estaban más informados, decían. Pero entonces la maquinaria propagandística se vuelve más compleja e introduce elementos más avanzados y novedosos, sobre todo aquellos que estudian la mente y el comportamiento humano. El poder se adapta a la «revolución 2.0», empieza a entender la dinámica de redes sociales y trata de manipular la información a su favor con notas falsas, «granjas de seguidores» en Twitter, Fan Pages apócrifas, análisis de las preferencias de cierto sector obtenidas a través del Big Data. Al principio, por la curva de aprendizaje, las estrategias parecen obvias y la comunidad los exhibe, después ya no tanto, porque empiezan a implementar estrategias más sutiles para confundir a la población. Alguna nota por aquí, una pauta por allá, algún estudio del comportamiento neurológico por acullá.
Entonces, el proceso electoral se desbalancea, porque si bien, el elector espera que los candidatos le presenten sus propuestas, al final eso es lo que menos importa. No es el elector quien estudia o debería de estudiar a los candidatos para ejercer su voto, son los estrategas de los candidatos quienes estudian al electorado para incitarlos a votar de alguna forma. No es el mejor candidato quien gana, sino quien plantea la mejor estrategia, quien tiene las herramientas más complejas y sofisticadas para orientar el voto. La mercadotecnia y la psicología no ayudan a hacer más eficiente la comunicación del candidato y sus propuestas, como se supondría debería de ser, sino que buscan que el candidato gane a como dé lugar, sin importar las formas, sin importar los medios.
Entonces el elector se encuentra en desventaja. Por más sofisticadas sean las herramientas, no pueden conseguir el voto de todos. Como alguna vez afirmó Abraham Lincoln: Puedes engañar a todo el mundo un tiempo, o puedes engañar a algunos todo el tiempo, pero no puedes engañar a todos todo el tiempo. Las estrategias (por más sofisticadas sean) son imperfectas, en tanto el ser humano es muy complejo. Hay quienes se darán cuenta que están siendo engañados y la estrategia no surtirá efecto en todos; incluso sólo podremos hablar de una minoría afectada por la estrategia, pero en muchos casos, llega a ser suficiente, y por ende, determinante, para que el candidato alcance a ganar una elección.
Las armas estratégicas y propagandísticas de los partidos políticos se afilan, son tan complejas que el mismo candidato no las entiende, pero desembolsa una considerable cantidad de recursos porque le dijeron que funcionan. Posiblemente, con la experiencia, el humano termine vacunándose de dichas estrategias, pero para entonces, en el war room del candidato estarán introduciendo otras más nuevas. Si ya no funciona el estratega digital, entonces hay que buscar al hacker o al psiquiatra; todo sea por ganar las elecciones y mantenerse en el poder.