Uno de los aciertos de los federalistas que, a través de diversos artículos, buscaban ratificar la Constitución que ahora es la piedra angular de la política estadounidense, fue que comprendieron mucho mejor que otros la condición humana con respecto del ejercicio del poder.
Ellos pugnaban por un gobierno fuerte y eficiente pero que, a la vez, se establecieran pesos y contrapesos para prevenir el abuso de poder porque su concentración en un individuo o en un grupo de individuos que representaran lo mismo desembocaría necesariamente en la tiranía. La idea de la democracia liberal contemporánea es, en parte, producto de este razonamiento (aunque ellos lo conceptualizaran más como una república que como una democracia, la cual relacionaban más con aquella democracia directa de la Grecia Antigua).
La «democracia» obradorista poco tiene que ver con esta idea. Para López Obrador la democracia consiste en la voluntad del pueblo encarnada en una persona que dice representarla, o sea, él. Su visión es más parecida a la de Carl Schmitt, quien asumía que la democracia requería una identidad cultural homogénea y que hace distinción entre el amigo (nosotros, el pueblo) y el enemigo (para nuestro caso, los conservadores, el neoliberalismo o el prian). La visión obradorista es incompatible con la democracia liberal porque los contrapesos son un estorbo para que el ejecutivo concentre la mayor cantidad de poder para hacer valer la voluntad del pueblo.
Pero, en este ejercicio, pareciera que Madison, Hamilton y Jay acertaron más al afirmar que la concentración de poder iba a derivar en el abuso de poder. López Obrador decía que no, que si el presidente era honesto, todos iban a hacer honestos. Para él era cuestión de voluntarismo, para los federalistas era cuestión de diseño.
El voluntarismo quedó autorrefutado: no solo porque AMLO se representa más a sí mismo que al pueblo que dice encarnar, sino porque ha sido evidente que su voluntad no permeó en las estructuras políticas y, peor aún, porque el propio López Obrador se ha exhibido como un político corrupto.
Es cierto que una parte de la población mexicana se siente representada idiosincráticamente por él, algunos otros están contentos con los apoyos que llegan, pero es cuestionable que muchas de las decisiones que el ejecutivo ha tomado realmente sean las más benéficas para el pueblo que dice encarnar: véase la estrategia contra el Covid, el estado de la seguridad social o el desabasto de medicamentos por poner unos pocos de los vastos ejemplos que existen.
La lógica de la democracia liberal es que el ejecutivo debe someterse a los pesos y contrapesos para que el exceso de poder no termine perjudicando al pueblo mismo. La lógica para AMLO es la contraria, hay que extirparlos para que el pueblo, a través de su persona, gobierne.
¿Pero qué es el pueblo? O la pregunta indicada sería: ¿qué es el pueblo para AMLO? Las fronteras entre aquello que es y aquello que no es las ha establecido el propio presidente. Quienes están con él y su causa es pueblo, quienes no son una suerte de extranjeros invasores en su propia tierra a quienes se les despoja de la bandera cuando van al Zócalo a manifestarse.
Ahí está la trampa, la definición de pueblo está acotada a las ambiciones e intereses políticos del presidente. Basta que, en cantidad, quienes componen el pueblo sigan siendo los suficientes como para que legitimen su ejercicio del poder y basta que sea la cantidad indicada.
Así, Obrador puede disfrazar una intentona autócrata de democracia y representación popular. Es por medio de esa vía, progresiva y camuflada, y no a través de golpes de estado, por medio de la cual los gobernantes con pulsiones autoritarias como él, Maduro, Orban o Nayib Bukele aspiran a acumular poder en detrimento de la pluralidad y las libertades políticas.
Es posible que, con el tiempo, el pueblo, o parte de este, termine por volverse consciente de los abusos por parte del régimen, como fue ocurriendo progresivamente con el régimen del partido único del PRI. Es posible que esos abusos y corruptelas que permiten al gobierno les cobre factura en el largo plazo. También por ello, ante la amenaza del «karma político», desean controlar los organismos electorales y autónomos: menos transparencia para que sus corruptelas sean menos visibles y, a su vez, que a la oposición les sea más difícil sacarlos del poder.