Ah, qué las encuestas. Esos instrumentos que nunca están exentos de polémica, sobre todo en estos últimos años.
Que si están cuchareadas, que por qué a mí no me preguntaron, que si predicen resultados electorales, que si esto, que si lo otro.
Como sea, las encuestas suelen tener un papel preponderante en las elecciones. Ahí están, diciéndonos quién va adelante, quién se está rezagando, qué candidat@s están compitiendo y quienes literalmente pueden ser dados por descartados.
Las propias campañas políticas utilizan sus encuestas internas para saber dónde está parado su candidato para a partir de ahí tomar decisiones estratégicas. Allá afuera, los ciudadanos recurren a ellas para ver cómo va su contendiente favorito y, por lo general, su sesgo de confirmación les hace favorecer a aquellas que, valga la redundancia, confirme sus expectativas al tiempo que toman una postura más escéptica de aquellas que les muestren una tendencia distinta a la que desearían ver.
El problema con las encuestas comienza con el hecho de que obtener resultados apegados a la realidad no es una tarea fácil. Los encuestadores tienen que garantizar que la metodología utilizada haga que la muestra corresponda con el universo: son muchas variables intrincadas aquí: desde el diseño metodológico que sea lo más representativo al universo, la capacitación a los encuestadores de campo, la forma en que se hacen las preguntas, cómo se hacen las encuestas (telefónicas, casa, por Internet) entre muchas otras. Es decir, una encuestadora puede fallar por algún error metodológico e incluso las encuestadoras más importantes a nivel mundial siguen estando en proceso de aprendizaje porque cada elección tiene sus particularidades, sobre todo como ha ocurrido en estos últimos años.
Las encuestadoras saben que lo hicieron bien si el resultado final cae dentro del margen de error. Es decir, si la encuestadora predijo que Claudia Sheinbaum iba a ganar por 5 puntos y su margen de error era del +/- 3 (margen muy común en estos ejercicios) entonces pueden decir que hicieron un buen trabajo si el resultado cayó en ese rango: es decir, si ganó por dos puntos como mínimo y 8 como máximo.
Pero las encuestadoras tienen otro problema. Resulta que los individuos somos malos con los números, no necesariamente nos son intuitivos. La mayoría de la gente no tiene conocimientos básicos en estadística como para entender cómo es que funcionan esos instrumentos y por tanto no saben cómo juzgar su eficacia más allá de la discrepancia con el resultado final: por eso no es raro que las personas digan «pero es que a mí no me preguntaron», o que algunos digan que «hubo fraude» porque muchas encuestas le daban el triunfo a AMLO en 2006 cuando, a pesar de ello, el triunfo de Felipe Calderón (ese 0.56%) caía dentro del margen de error.
Es decir, una encuesta puede hacer mal su trabajo porque algo falló en la metodología o hubo algo que no previeron en el diseño, como el llamado voto oculto (aquellas personas que prefieren no revelar sus preferencias), pero puede acertar estadísticamente y, aún así, que la gente se forme un consenso de que las encuestas se equivocaron.
Luego está otro problema y que podría ser el más importante: es el de la ética.
El poder político tiene incentivos para que esos resultados que se muestran al público sean favorables a sus intereses. La publicación de las encuestas pueden tener un efecto en el electorado. Si la encuesta dice que su candidato o candidata no tiene posibilidades de competir, entonces se desmotivarán o buscarán votar por el que consideran la menos peor de las candidaturas competitivas. Si las encuestas muestran una contienda muy pareja, entonces los simpatizantes de cada contendiente irán con mayor entusiasmo a votar.
Es normal, así, que afines al poder político presenten «encuestas patito» de empresas demoscópicas de dudosa procedencia si no es que ficticias para generar un efecto en la opinión pública. También muchos se preguntan si algunas de las casas encuestadoras importantes, que son más conocidas por la opinión pública, han «vendido su alma al diablo».
Las encuestadoras «grandes» a veces aciertan y a veces no. En 2006 tuvieron un desempeño bastante aceptable y en 2018, en general, también tuvieron un buen papel: el agregador Oráculus quedó muy cerca del resultado final. Pero no siempre lo hacen, y para muestra están las últimas dos elecciones del Estado de México.
El escepticismo y la duda crecen cuando hay una gran discrepancia con las distintas encuestas como hoy está ocurriendo en torno a la elección presidencial. Algunas, como Demotecnia y Parametría, colocan a Claudia Sheinbaum a decenas de ventaja de Xóchitl Gálvez. Demotecnia incluso se «atrevió» a darle una mayor intención de voto a Claudia que a AMLO en el 2018 (lo cual se ve muy inverosímil). Estas son propagadas con enjundia por los integrantes y voceros del régimen. Otras, como la de Reforma o El Financiero, muestran que Xóchitl es bastante competitiva.
Si la discrepancia es muy amplia, es natural que surjan dudas sobre la ética de las casas encuestadoras. Si algunas discrepan fuertemente de otras, entonces algunas se están equivocando groseramente de tal forma que, o tienen una metodología demasiado deficiente, o bien, que, en efecto, la ética no forma parte del ejercicio demoscópico que están llevando a cabo.
El poder político, como decía, tiene incentivos para que las encuestas que llegan a la opinión pública les sean favorables. A su vez, las encuestadoras viven de su reputación. Si las encuestas fallan, entonces tendrán menos credibilidad en ejercicios posteriores. Un caso emblemático fue el de GEA-ISA, una encuestadora muy relevante en el 2012 que publicaba su encuesta diaria en el noticiario de Ciro Gómez-Leyva y que mostraba que Peña Nieto tenía una ventaja amplísima sobre sus contendientes. Nadie lo creyó, incluso la gente bromeaba sobre el asunto y, en efecto, aunque Peña Nieto fue el candidato vencedor en el 2012, lo hizo por un margen bastante menor al predicho por GEA-ISA al punto en que el propio Gómez-Leyva reconoció que la encuesta falló.
Y, al día de hoy, ese hecho le sigue cobrando factura a GEA-ISA.
De aquí se deduce que el poder político tienen más incentivos para hacer que las «encuestas sean torcidas» que las propias casas encuestadoras que deben cuidar su reputación. Dicho esto, el poder político le debe dar a la casa encuestadora algún beneficio que supere al perjuicio que la casa encuestadora pueda llegar a tener si dentro de la opinión pública se crea un consenso de que esa casa encuestadora se vendió.
Pero, aunque la encuestadora tenga un profundo sentido de la ética, puede llegar a equivocarse y que la gente piense que se ha vendido cuando no es así, sobre todo partiendo del hecho de que la gente no tiene conocimiento de estadística, no sabe cómo operan las encuestadoras ni cómo son sus metodologías. Para ellos, si su resultado (que no es tanto un pronóstico sino una «foto del momento») discrepa del resultado final, entonces «se vendieron». ¿Puede ocurrir así? Claro, pero no siempre.
Con todos estos asegunes, las encuestas van a estar ahí, la gente las va a tomar en cuenta aunque guarde cierto escepticismo hacia ellas. Será el día o pocos días después de la elección cuando se anuncie a la candidata ganadora cuando se haga el corte de caja y sepamos quienes fallaron.