El polémico artista Eduardo Verástegui ha irrumpido en el escenario electoral.
Ese hombre que se entregó a los más profundos excesos y que, gracias a la religión a la cual se aferró dogmáticamente, encontró una salida a dichos excesos que explican que presuma más de 15 años de castidad, ha decidido contender por la Presidencia de la República, para lo cual tendrá la difícil tarea de recolectar casi un millón de firmas en al menos 17 estados.
Verástegui claramente es un fenómeno marginal que no tiene posibilidad alguna de llegar a la Presidencia y cuya presencia solo podría beneficiar a MORENA al tratar de captar votos de los sectores más conservadores de la República Mexicana.
Lo que es cierto es que se ha ganado el corazón de la ultraderecha tuitera mexicana, la cual está dispuesta a mover mar y tierra por él aunque ello implique permitir el avance del autoritarismo. ¿Por qué? Esto me lleva al primer punto:
El voto identitario
En la ciencia política se han estudiado los tipos de voto que han existido a lo largo del tiempo y que se manifiestan en distintos contextos. Por ejemplo, Bernard Manin hablaba sobre el voto de masas (personas que siempre votaban por un partido, determinado en gran medida por las clases sociales) o el más nuevo voto de audiencias, donde los candidatos, gracias a los medios de comunicación, construyen una imagen y una marca sobre sí mismos de tal forma que se vuelven más relevantes que los propios partidos o la doctrina ideológica que defienden (Vicente Fox es un claro ejemplo).
Desde otra perspectiva están el voto duro: el individuo que siempre vota por un partido por tener una relación casi simbiótica con este; el voto útil: donde el individuo vota de forma pragmática prescindiendo de su opción preferida para que evitar que gane la opción peor o el voto de castigo: se vota, más que por convicción en favor de una candidatura, por el deseo de castigar al incumbent (al partido o político en el poder).
Pero dentro de estos tipos de voto yo me atrevería a incluir a uno que me llama en especial la atención: el voto identitario. En tiempos en los que la identidad (como bien señala Francis Fukuyama) se ha vuelto relevante: importa mucho si soy católico, si pertenezco a la comunidad LGBT, soy mujer o soy afroamericano. Mi ser está definido en gran medida por esas características. Por ello es de esperar que aparezca una suerte de voto identitario.
A pesar de la marginalidad de Eduardo Verástegui, él representa un fenómeno claramente identitario.
En el voto identitario el elector no vota tanto por una oferta programática o para que ciertas políticas que le beneficien o creen correctas se ejecuten, sino porque se sienten personalmente identificados con el político en cuestión. El propio López Obrador es un fenómeno identitario ya que mucha gente siente que es como ellos, que comparte su idiosincrasia y sus formas. ¡Por fin un presidente cercano al pueblo, que habla como nosotros! Ello explica que en las encuestas de evaluación presidencial exista una notoria discrepancia entre la aprobación al Presidente (relativamente alta) y a los resultados de su gobierno (relativamente bajo).
En los rincones ultraconservadores se argumenta:
Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez son lo mismo: aborteras y socialistas. Yo voy a votar por Eduardo Verástegui porque es un voto «Provida». Si no voto por él, seré un mal católico.
Más allá de que equiparar a Sheinbaum con Xóchitl es completamente falaz, su voto por Verástegui no es una decisión programática. Es decir, desde una perspectiva racional (bajo el supuesto programático) sería difícil justificar su decisión. Debe haber otra motivación:
Se definen como provida, pero, en el prácticamente imposible caso de que ganara la elección, el actor tendría escasa injerencia en el tema porque el aborto es un tema más bien legislativo y judicial: ahí el Presidente presenta una terna de candidatos de entre los cuales el ministro elegido será seleccionado por dos terceras partes del Senado de la República.
A lo mucho, Verástegui podría aspirar a nominar ministros conservadores para que alguno o algunos de ellos entre a la Suprema Corte, y donde éstos serían minoría frente a una mayoría actualmente progresista (los ministros duran 15 años en su cargo). Eso explica que López Obrador tenga hoy una corte prácticamente opositora.
La otra cuestión y la que tiene mayor peso es que Verástegui no tiene posibilidades de ganar, sobre todo en una contienda polarizada en que la elección girará en torno a la continuidad o la salida del régimen actual.
Y esto se suma al hecho de que, al ir como candidato independiente, Verástegui no tendría representatividad en el Congreso. A diferencia de los otros candidatos cuyas figuras generan un efecto arrastre en el Congreso (más votos por mí se traduce en más curules para mi partido) Verástegui gana 1% o 10% de los votos sería prácticamente irrelevante.
Un razonamiento programático podría ser: «Ejerceré el voto útil contra el régimen votando por Xóchitl Gálvez, ya que, aunque no coincido en muchas cosas con ella, su triunfo garantizaría el funcionamiento de la democracia mexicana de tal forma que en un futuro cercano una propuesta de «derecha dura» podría competir en elecciones libres. De lo contrario, es posible que el régimen amañe las elecciones o sean lo suficientemente inequitativas de tal forma que no permita que mi candidato logre competir. Si apoyo y promuevo a Verástegui, las probabilidades de que el régimen permanezca en el poder y, por ende, no exista esa vía democrática necesaria para impulsar a un candidato que defienda lo que yo creo.
Claro está, se contraargumentará que tener a Verástegui en la boleta podría difundir las ideas de «derecha dura». Hasta cierto punto la afirmación puede ser válida, pero hasta cierto punto. Al ser candidato independiente, Verástegui tendrá un acceso mucho más reducido en medios que las candidatas principales para difundir sus ideas y su plataforma quedará casi reducida a los debates como ocurrió con el Bronco.
Otro contraargumento que he escuchado es que «se vote por Verástegui y por la oposición en las cámaras para salvaguardar la democracia». Ciertamente, gran parte del poder para destruir a la democracia reside en las cámaras, pero no todo reside ahí, y basta ver al cómo ha actuado el régimen actual al respecto. La democracia también es un consenso social, y el presidente se ha encargado de atacar dicho consenso a través de sus declaraciones en las mañaneras polarizando a la sociedad. Ello también genera un efecto nocivo ya que genera una mayor desconfianza ciudadana en las propias instituciones que salvaguardan la democracia misma.
En este razonamiento programático tal vez sería más adecuado optar por quien garantice la permanencia de las instituciones democráticas al tiempo que construyen un movimiento que se convierta en un partido que pueda ir ganando espacios, por poner un ejemplo. Pero ¿entonces por qué insisten en Verástegui? La razón es simple: se identifican con él, «él es como ellos», representa sus valores y lo votarán aunque su voto prácticamente no tenga efecto alguno en las políticas.
Para ellos, votar por alguien con quien tienen diferencias sustanciales es una traición a su identidad, aún cuando a la larga esa opción podría resultarles más benéfica porque les garantizaría las vías para poder aspirar llegar al poder.
Sabido es que estos fenómenos identitarios tienden a fomentar formas de organización colectivistas donde el grupo importa más que el individuo, y eso me lleva al segundo apartado de este texto.
El conservadurismo colectivista
Cuando se habla de colectivismos, en el imaginario suelen aparecer conceptos como socialismo, fascismo, o incluso fenómenos identitarios de izquierda o el wokismo radical. Sin embargo, ello también es prevalente en el otro lado del espectro político. Las ideologías colectivistas u holistas (como las llama el historiador italiano Emilio Gentile), supeditan al individuo al grupo. Es decir, el grupo importa más que el individuo el cual solo se explica como un miembro del primero.
Dentro de las distintas formas de conservadurismo, podría reducirlas a dos para efectos de este texto. El conservadurismo «liberal» (parece oximorón, pero no necesariamente lo es) consiste en aquel conservadurismo que prioriza la tradición sobre el cambio y que incluso puede llegar a tener una motivación religiosa (un claro ejemplo son los partidos democristianos), pero que respeta y promueve la libre determinación del individuo, y entiende que el individuo tiene derecho a tener el credo que deseé.
Luego está el conservadurismo colectivista en el cual el individuo se supedita al grupo. El slogan de Verástegui de «poner a Dios al centro» o el de «Dios, patria y familia» (una calca del slogan fascista de Benito Mussolini) es un claro amago colectivista. En lugar de que los ciudadanos libremente se comporten de acuerdo a sus creencias religiosas (o no religiosas) se promueve una única visión desde el gobierno, y si «Dios está en el centro», lo cual se comprende como su cosmovisión religiosa, todo lo que no pertenezca a ella queda relegado a la periferia. El Estado laico que garantiza esa libre determinación queda hecho añicos en favor de una visión confesional oficial a la cual el individuo queda supeditado.
El problema no es la religión per sé, sino la amenaza contra la libre determinación de las personas a tener sus propias creencias, uno de los aspectos torales del liberalismo, así como el uso de las creencias religiosas de la gente con fines políticos. La religión es un asunto privado de las personas y el gobierno no debería priorizar alguna visión religiosa sobre las demás o sobre el deseo de no ejercer una.
Ciertamente, Eduardo Verástegui no es fascista, pero este tipo de conservadurismo holista que él promueve sí puede insertarse dentro del espectro de las ultraderechas. Definirlo como ultraderecha en este caso no es algo incorrecto.
Conclusión
Tal vez no erren quienes ven con preocupación que en el futuro este tipo de líderes puedan ganar relevancia. Sin embargo, es complicado que Verástegui cobre relevancia en estas elecciones (si es que llegara a juntar las firmas) ya que el panorama sociopolítico y los clivajes salientes no terminan de fomentar una oposición entre conservadurismos y progresismos, sino que más bien están absorbidos en ellos. Ambas corrientes se encuentran traslapadas en los clivajes confrontados. Es decir, tanto en el electorado oficialista como en el opositor existen corrientes tanto conservadoras como progresistas.
Esta elección será entre autoritarismo y democracia, o visto desde una perspectiva oficialista, entre el pueblo y los «conservadores privilegiados» (nótese que el significante «conservador» promovido por el régimen poco tiene que ver con el conservadurismo del que he estado hablando en este texto). Sin embargo es posible que en el futuro el conflicto entre progresismo y conservadurismo pueda cobrar relevancia, sobre todo cuando se vuelva más relevante que el conflicto actual. En un escenario así, una figura como Eduardo Verástegui sí que podría tener mucho mayor pero que al que hoy puede aspirar.