En México, las encuestas se han convertido en un instrumento de propaganda con la finalidad de generar un efecto determinado en los votantes. El orden en el que aparezcan los candidatos en cuestión puede influir en la percepción que el votante tiene de ellos, y por lo tanto, puede influir en su decisión.
Pero no solo tienen esa función. Las encuestas generan noticia. Cuando un medio publica su encuesta, los líderes de opinión empiezan a hablar de ellas, los medios la replican y rondan, al menos por un rato, en las redes sociales.
Si un candidato, dice la encuesta, va arriba, entonces todos dirán que dicho candidato va arriba e intentarán explicar las razones.
A pesar de que las encuestas a modo son una práctica cada vez más recurrente, parece que la opinión pública (líderes de opinión incluidos) quiere seguir creyendo en ellas. En principio, porque no parece existir otro medio fidedigno para saber quién va adelante. Al final, la estadística siempre «sonará más correcta» a la intuición, aunque dicha estadística esté corrompida. Será preferible creer en un instrumento que pueda ser fidedigno o no, a no ver nada y opinar desde la oscuridad.
Las encuestas también sirven para crear encabezados. Aunque los errores metodológicos estén a la vista (porque vaya, las mayorías no son expertas en estadística o investigación cuantitativa). Los encabezados «Margarita va en primero», «El PRI está de regreso» o «AMLO es imparable» por sí solos generan un efecto en el lector, quien se limitará a ver de reojo la gráfica donde el candidato va en primer lugar. No serán muchos quienes se molestarán en interpretar las gráficas, y serán todavía menos quienes revisen la metodología del estudio.
Y no son solo los medios de comunicación. Son también los propios candidatos, sus cercanos y los miembros de partido quienes las comparten para asegurar que su candidatura «es muy fuerte», que van a ganar o al menos van a ser competitivos. En muchos casos lo hacen con la suficiente enjundia a pesar de que saben que esos números no son ciertos y que las encuestas internas, esas que ellos mismos mandan a hacer y nunca se publican, dicen otra cosa.
Paradójicamente, inventan encuestas para incidir en el lector y que la realidad se parezca más a la encuesta inventada que a la encuesta real, la cual sólo ellos tienen en sus manos.
Cuando se les cuestione, dirán que el estudio se llevó a cabo por una empresa reconocida. A veces son empresas que se prestan para ese juego, que modifican la metodología para esperar un resultado determinado: -Señor, le llamamos para preguntarle sobre su voto en el 2018, ¿votará usted por el candidato A que tiene una gran experiencia, o por el candidato B que es un demagogo populista? Pero en otros casos, son nombres de «casas encuestadoras» que no existen o son irrelevantes. Les ponen nombres chic para que la gente crea que esas empresas existen (porque la mayoría de la gente ni se molestará en verificar si tiene página web).
Saben que la mayoría de las personas ve la información de reojo, se dejan llevar por la «emoción del encabezado». Aunque no le pongan mucha atención, se dirán «por ahí me enteré que Anaya va ganando». Luego, en la comida con los familiares, dirán: –Oye, que Anaya va en primero ¿no? Si es así, mejor votar por el frente y no por Margarita porque no quiero que gane el PRI ni AMLO.
Es difícil medir el impacto que tiene esta práctica. Pienso, que es mayor al que se imaginan los escépticos, pero a la vez menor al que esperan los interesados. Lo cierto, es que la proliferación de encuestas a modo ha pervertido de una forma muy grosera esta herramienta que es muy fundamental en las democracias.