Leía un interesante artículo donde criticaban la intención del gobierno -de izquierda, dicen- de la Ciudad de México para «recuperar el esplendor de la Avenida Masaryk». Para hacerlo, quisieron equiparar la avenida con los Campos Eliseos de Francia, o la Quinta Avenida de Nueva York.
En ese artículo, cuya lectura recomiendo ampliamente, básicamente destrozaron esa comparación. Aún así, alguien como yo que conoce tanto la Avenida Masaryk como la Quinta Avenida, no necesita leer ese artículo para ver la desproporción que hay en esa intención. La única coincidencia que tienen ambas avenidas, es que alojan tiendas de lujo, nada más.
Pero esa comparación e imitación refleja también la diferencia de culturas: la nuestra, una sumamente clasista.
Básicamente, el problema es que queremos adoptar las tendencias del primer mundo, ofreciéndolas a las clases muy opulentas con un carácter privado donde todos los demás están prácticamente excluidos.
Que recuerde, porque la caminé varias veces, la Quinta Avenida está diseñada para el público, para los peatones. Como dice el artículo, para quienes quieren ir a visitar Central Park, para quienes quieren ir a la Torre Rockefeller y patinar en su pista de hielo. En esa avenida exclusiva hay puestos ambulantes, está llena de gente de todas las clases sociales, y está pensada para que llegues ahí en transporte público. Si llegas en tu auto, te vas a ver en un serio problema al tratar de encontrar estacionamiento.
En cambio, cuando uno pasea por Masaryk, no solo no hay atractivo turístico alguno para visitar, sino que se percibe como una avenida tal vez lujosa o medianamente atractiva visualmente, pero creada solo para las clases opulentas, para los «políticos y empresarios de baro», para que la gente llegue en su coche, y se paseé por las nuevas banquetas peatonales, convertidos esporádicamente en peatones mientras observan los aparadores y que volverán a ser conductores inmediatamente después de dejar el automóvil. No está de más decir que a diferencia de la Quinta Avenida, Mazaryk está muy poco conectada con el transporte público.
Esa avenida es un ejemplo de nuestro empecinamiento de adoptar las tendencias del primer mundo tan sólo para las clases más opulentas y blancas del país.
Tal vez no estaría de más construir un hotel de Donald Trump ahí.
Igualmente ocurre con el crecimiento vertical: mientras que las torres de oficinas y lofts de Estados Unidos están completamente integrados a la ciudad, y las cuales tienen comercios en la planta baja, la mayoría de los nuevos «rascacielos» que se reproducen como virus por las zonas metropolitanas de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y Puebla, se conciben como cotos verticales, bardeados, sin ninguna integración a la ciudad, donde los desarrolladores buscan que sus clientes se aíslen por completo de la ciudad. En vez de «hacer comunidad», promueven lo contrario. Algunos asegurarán que se trata de un problema de seguridad, aunque tampoco es como que en la práctica marque una gran diferencia con respecto a los pocos condominios que sí están integrados a las ciudades -cosa que solamente ocurre en algunas zonas de la Ciudad de México y Guadalajara, como en La Condesa o la Colonia Americana respectivamente-.
Pero nuestro complejo no termina ahí. Incluso cuando hablamos de eventos como algún partido de la NFL hospedado en México, se asume como un evento para ricos. Así, en el Estadio Azteca, desmontaron tribunas para incluir palcos exclusivos, mientras que en Estados Unidos, el futbol americano es el deporte por excelencia para «las masas».
Entonces tenemos una cuestión paradójica aquí. Mientras a lo lejos nuestras ciudades parecerían «aspirar al primer mundo», donde algunas de nuestras ciudades ya presumen de skylines de torres parecidos al de algunas ciudades estadounidenses; conforme uno se acerca y ve esos edificios bardeados, con banquetas para peatones muy restringidas o hasta inexistentes y calles que incluso presumen algunos baches, se da cuenta cuenta que eso del «primer mundo» es tan sólo un espejismo pretendido para unos pocos, que quieren replicar de forma muy artificial y torpe, aquello que van cuando viajan a aquellas ciudades de Estados Unidos y Europa.
No es la primera vez que intentamos imitar al primer mundo, a veces, las pocas veces, lo hemos hecho con relativo éxito, como el Paseo de la Reforma que intentó ser un Campos Eliseos mexicano. Pero si vamos a «imitar al primer mundo», primero «imitemos» su competitividad y su respeto por el Estado de derecho.
Y para terminar, si bien no es malo adoptar algunas ideas y casos de éxito, tenemos que entender que México es único, que tiene una identidad propia -y muy rica- que merece ser más que un intento wannabe de otros países más desarrollados.